VIERNES 11 DE SEPTIEMBRE DE 1936.— El sol de finales del verano aún quemaba Madrid. Septiembre había llegado y, sin esperar acontecimientos, se escurría en medio del ajetreo y el temor de los madrileños al futuro. Juan Bergua bajó a la calle Preciados y, tras llegar a Sol, se encaminó hacia el Círculo de Bellas Artes. Iba vestido de forma elegante, con un traje beige, camisa blanca y zapatos marrones, quizás era el mismo que había usado para la inauguración de la primera Feria del Libro de Madrid, un éxito de público y ventas que organizó junto al alcalde de Madrid, Pedro Rico, en 1933; era la imagen de hombre elegante y dinámico, la estampa de un pequeño burgués, algo peligroso por la consabida manía nacional de asimilar las apariencias con la ideología, confundiendo, sin preguntar ni dialogar, la forma y el fondo; no pensó que su aspecto o facha fuera peligrosa, sencillamente porque todo el mundo sabía su posición política, decididamente republicana. Juan Bergua tenía 44 años. Su amigo Pedro Rico, a pesar de representar el ala derecha de su partido, al principio, Acción Republicana, y luego del Partido Radical y de la Unión Republicana, volvía a ser alcalde de Madrid desde el mes de febrero tras el triunfo del Frente Popular. Elegido por primera vez en 1931 había dejado de ser alcalde en octubre de 1934. El alcalde de Madrid parecía suficiente aval para no suscitar dudas entre los republicanos más radicales. Sin embargo, a estas alturas del año, después del fallido golpe de Estado y asentados los frentes de la guerra civil, la estampa del pequeño burgués era un peligro que se sumaba a la sospecha de ser un espía de Mola o un quintacolumnista como había definido el general Varela a los partidarios de la sublevación agazapados en Madrid durante los primeros meses de la guerra fratricida y sin cuartel en la que ambas Españas dirimían por enésima vez sus diferencias ancestrales.
El Círculo de Bellas Artes era un impresionante y bello edificio proyectado por el arquitecto Antonio Palacios y construido en el antiguo jardín del desaparecido palacio del Marqués de Casa Riera. Fue inaugurado en 1926 con la presencia de Alfonso XIII. Al llegar a la puerta, observó a los dos individuos que la custodiaban como dos auténticos cancerberos. Los hombres, uno muy joven, barbilampiño, y otro de mediana edad, de piel curtida por el aire y el sol vestían de negro y mostraban sin recato, con orgullo marcial, la pistola al cinto, como símbolo de la amenaza que pendía de todos los que esos días eran citados por el Comité Provincial de Investigación Pública, una nueva institución, no se sabía a ciencia cierta si oficial o paralela, precisamente para desenmascarar a los fascistas y a todos los sospechosos de pertenecer a esa quinta columna.
— Buenas tardes —dijo correcto y seco. —¿El Comité de Investigación?
—¿Está citado? —le respondió el miliciano de más edad ante la atenta mirada del joven mientras acariciaba las cachas del revólver.
—Sí.
—Baje por las escaleras hasta el sótano y espere en el pasillo a que le llamen. Ambos se pusieron de perfil, invitándole a entrar en la boca del lobo.
El Círculo de Bellas Artes, incautado por los republicanos que controlaban el Ateneo de Madrid, se había convertido en una de las sedes del recién constituido Comité Provincial de Investigación Pública. Allí se daban cita los distintos partidos y sindicatos del Frente Popular, organizados en tribunales paralelos como un órgano paraestatal de vigilancia y represión con el objetivo claro de cazar a los fascistas y personajes desafectos al gobierno. Se decía que en cada esquina de Madrid había una checa. Inspiradas en esos mismos instrumentos del sistema represivo soviético, se estimaba que en la capital funcionaban más de trescientos de estos inmorales e ilegales tribunales, auténticas madrigueras del crimen político organizado. Era público que algunas, controladas por verdaderos delincuentes y bandidos, se dedicaban con especial insistencia al asesinato, si mediar delito ni actividad contra revolucionaria, y sobre todo al saqueo sistemático de los bienes de los infaustos citados y condenados, sobre todo dinero, alhajas, anillos, collares y otros objetos preciosos.
La checa de Bellas Artes funcionaba ininterrumpidamente las 24 horas; había tres turnos, mañana, tarde y noche. Por la mañana y por la tarde funcionaban simultáneamente dos tribunales… Había representantes de todos los partidos políticos del Frente Popular, pero ni un solo juez profesional. Las checas de Madrid no solo buscaban a falangistas, militares o aristócratas desafectos con la república; la ola de sangre y venganza llegaba a los burgueses, a los religiosos y comerciantes pacíficos. Los tribunales políticos eran el elemento represivo para el ajuste de cuentas inmemorial, por odio político, personal o rencor. Igual te mataban por ser de Getafe que por tener la cara antipática, por llevar un crucifijo o, siendo incluso comunista, parecer contra revolucionario, estar en contra de Stalin o, lo que parecía igual, ser partidario de Trotsky. No eran juicios contra personas detenidas con cargos, sino contra personas citadas con cualquier excusa que en horas podían estar, de nuevo, en libertad o muertos en alguna fosa común. La checa de Bellas Artes se trasladó a las pocas semanas a otro palacio confiscado en la cercana calle de Fomento. Primero una, y luego la otra, desde los primeros días de septiembre, la fama de la checa de Bellas Artes fue terrible. A los que tenían cita en el magnífico edificio, generalmente, se les enjuiciaba, sin un proceso, sin defensa, sin garantías ni pruebas y, con muchas probabilidades, acababan con un tiro en la cabeza. Era conocido, voceado casi en público, que cada noche se organizaban visitas guiadas hasta la carretera de Vallecas.
El sótano de Bellas Artes se organizaba a través de un pasillo que servía de distribuidor y sala de espera a varios despachos y comedores, salas de limpiabotas y cuartos que anteriormente usaban los socios para menesteres privados. El ambiente estaba cuajado de miedo. Los que esperaban, miraban abstraídos al infinito, miedosos de lo que les deparaba el futuro tras esas lúgubres puertas. Una bombilla reflejaba luz macilenta sobre las paredes desvaídas. De vez en cuando se abría una de aquellas puertas y salían algunos de los miembros del tribunal, milicianos vestidos con monos azules o chaquetillas militares, alpargatas y gorras de plato como las de la Guardia de Asalto, con pistolas o fusiles en mano, que van y vienen de un cuarto a otro escoltando a los investigados que quedan detenidos, perdiéndose al fondo del pasillo, hacia donde estén posiblemente los calabozos improvisados. En otras ocasiones el investigado subía hacia la planta baja con un papel en la mano que, al parecer, servía de salvoconducto o… de condena a muerte. La diferencia está en la clasificación que se hacía del reo en el papel. L de libertad; o L. de listo para ser ajusticiado. Un punto separaba la vida y la muerte.
En el pasillo hay una mujer que intenta mantener la compostura. Tiene aspecto de ser una mujer humilde
—¿La han citado a usted?
—Sí, ignoro el motivo. ¿Y usted
—Vengo a preguntar por mi hermano, citado hace dos días y del cual no tenemos ninguna noticia.
—Espero que… La frase de Juan Bergua es interrumpida por uno de los milicianos que apareció bajando por la escalera.
—¡Silencio coño! Si vuelvo a oír una sola palabra, los meto en el calabozo. La pequeña habitación estaba en completo desorden. No había ninguna ventana ni respiradero. Detrás de la mesa se encontraban tres hombres sentados y una silla vacía. Uno de ellos vestía con un traje sucio de tela rústica y boina, los otros dos gastan el reglamentario mono del ejército del pueblo con la cremallera abierta hasta enseñar los pelos del pecho. Los tres se aprestan con la mirada y con las manos al interrogatorio. El dedo erecto del hombre del traje se inclinó, señalándole la silla. Bergua se sentó, incómodo, desasosegado. Sobre la pequeña mesa se amontonaban, desordenadas, algunas carpetas. La escena estaba iluminada por un flexo que emitía claridad sobre un pequeño círculo en la mesa, dejando entre la penumbra y la oscuridad difusa las paredes en las que se habían adherido algunos carteles de las juventudes socialistas y de la CNT La fama de la checa de Bellas Artes, trasladada a los pocos días a la calle Fomento número 9, alcanzó una resonancia terrorífica, tanto era el pánico que a los que tenían cita previa, o a los que simplemente temían tal eventualidad, se le ponía la carne de gallina.
Quienes allí iban a parar, salvo casos excepcionales, salían para dar su último paseo. El motivo aparente de la citación, además de imprimir el Catecismo Comunista, totalmente heterodoxo en cuanto a determinados dogmas como la libertad religiosa, la propiedad privada o las libertades individuales, y haber editado otras publicaciones anticomunistas, era su amistad, menuda sorpresa, con el general Emilio Mola, director del golpe de estado y jefe del Ejército sublevado que bajaba desde el norte de la península con la idea de romper las defensas y tomar Madrid. Parece que, evidentemente, era sospechoso de formar parte del batallón invisible de partidarios del alzamiento militar, de ser un elegante quintacolumnista, uno de los miles de fascistas madrileños agazapados a la espera del General Mola. ¿Cómo explicar a estos comisarios políticos, más ciegos que la estatua de Colón, su amistad con el general Mola y la publicación de sus memorias? Responde con seguridad, sin dudar. Recuerda al improvisado e ilícito tribunal su participación en la Feria del Libro de Madrid, su amistad con Pedro Rico y, sobre todo, como mejor aval, la publicación de algunas obras.
—Nuestro nivel de concienciación social nos ha llevado a publicar, prácticamente sin beneficio, una Cartilla visual para aprender a leer. Hemos querido sumarnos a la política que inició la República para fomentar la alfabetización. La mayoría de los españoles son ágrafos o analfabetos.
Los comisarios políticos se miran entre ellos y vuelven a escudriñar la expresión del interlocutor, interrogado o, seguramente, acusado… ¿No se referirá a ellos? Al menos uno de los tres sabe leer.
—Ya, pero lo que nos interesa es su relación o amistad con el traidor Mola. La relación de la Editorial Bergua, y la mía personalmente, con el general Mola es puramente comercial. La Librería-Editorial Bergua publicó en 1932 unas memorias de su paso por la Dirección General de Seguridad y un libro sobre Azaña que apenas se vendió —apuntó Bergua a los tres milicianos—, apenas unos pocos libros. Fue un fracaso. La Librería-Editorial Bergua no ha discriminado la publicación de obras por su ideología, aunque es cierto que la mayoría son de enaltecimiento del socialismo y del comunismo. Con su discurso, pausado, aunque tenso, Bergua quiere convencer a los milicianos de sus convicciones izquierdistas y republicanas.
—¿Sí? —Ustedes recordarán alguna de las obras de las que me hago responsable pues las he escrito yo mismo. ¿Han leído Los Credos Libertadores o La Salvación Roja…?
—Pues no recuerdo —asegura el que hace de presidente del jurado—, aunque es posible…
—En Los Credos Libertadores escribí y publiqué una síntesis perfecta de la historia, doctrinas y tendencias de todas las escuelas sociales modernas: Socialismo, Colectivismo, Sindicalismo, Comunismo, Bolchevismo, Espartaquismo, Menchevismo, Reformismo, Cooperativismo Solidario y Anarquismo.
—Ya, pero… eso es historia. Usted no propugna hacer la revolución, usted es un pequeño burgués o, incluso, puede que sea un espía de Mola en Madrid.
—No, no. En el otro libro, La Salvación Roja, escribo sobre la verdadera salvación, sobre las inconmovibles bases para el establecimiento de una República comunista en nuestra patria según la nueva ética, la nueva moral y el nuevo derecho. Además, en nuestro catálogo figuran obras de Marx, Engels y Bakunin, incluso las resoluciones del último congreso del Partido Comunista de la URSS… Nuestro lema es: todos los meses, al menos, un libro. Sin ellos no hay cultura.
—No se vaya por los cerros de Úbeda, coño —dijo el miliciano que, por estar más alejado de la lámpara, mantenía su rostro casi en penumbra. —A lo que íbamos, sin propaganda comercial…, queremos saber más de su amistad con el cabecilla de los golpistas.
—Yo no soy amigo de Mola. Ideológica y personalmente —aseguró Bergua llevándose la mano abierta al pecho— estoy más lejos de Mola que de la luna; y, si había alguna duda, ahora más, cuando ha demostrado que es un traidor a la República.
Los tres chequistas quedaron perplejos y asombrados. Este no era el guion. Se hizo un silencio que, durando solo dos o tres segundos, a Bergua le pareció una eternidad. Los tres miembros del jurado se miraron entre ellos. Al fin, el miliciano que iba con el traje raído aseguró que estudiarían de nuevo su caso, analizarían los testimonios que obraban en su poder y le citarían para dentro de quince días en la sede del Comité de Investigación que se estaba abriendo en la calle Fomento. Quizás era el tiempo necesario para consultar con sus jefes o recabar más información. La actitud de los milicianos es ambigua. Parece que, de momento, se va a librar de un juicio rápido.
Al llegar a la librería, llamó al Ayuntamiento de Madrid para hablar con el alcalde. Pedro Rico le aconseja que cierre la librería, que de momento no se le ocurra volver y que se esconda en la finca de Getafe; además, en el pueblo puede recibir un cierto amparo de los compañeros y camaradas de su jardinero. Y para aumentar el escudo de protección sobre él y su familia, podía ofrecer sus servicios como voluntario al Frente Popular de Getafe para colaborar en alguna tarea donde fuera útil. La mayoría de los que pasaban por esos Comités de Investigación no regresaban nunca, eran conducidos a cualquier cuneta o descampado… y pin, pan, pun. Pedro Rico tenía razón; es posible que la dirección de la casa familiar, en la calle Preciados, fuera demasiado conocida y determina refugiarse en la finca de Getafe de manera urgente.
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TEXTO: Capítulo de La Furia de Caronte. Editorial Isla de Delos. Getafe 2022
FOTO DE LOS CHEQUISTAS: Madrid se llenó de checas (modelo de centros de detención copiados de la Unión Soviética). La Dirección General de Seguridad de la República dejó la represión en manos de los partidos y sindicatos de izquierdas, contaban con la documentación electoral, muy útil para una represión masiva. Ocuparon edificios emblemáticos, como el Círculo de Bellas Artes. Allí llevaban a los fascistas y a los sospechosos de pertenecer a la quinta columna, definidos como aquellas personas que no eran de izquierdas, los interrogaban, torturaban y, por regla general, asesinaban. Fotografía de Alfonso Sánchez Portela
IMAGEN SUPERIOR: Juan Bautista Bergua, Emilio Mola y Pedro Rico.
NOTA: El día 17 de septiembre de 2022 se estrena en el Teatro García Lorca de Getafe LA PIRA DEL EDITOR, obra basada en LA FURIA DE CARONTE, dramatizada por Carlos Pardo. Con el siguiente reparto: Mario Pimentel, Miguel Ángel Hidalgo, Juan Diego Bueno, Patricia Domínguez, Rucaden Dávila, Félix Granado, Elsa Escobar, Yolanda López, Pilar Uceda, Juan M. Alcalá, Mariano García, Sergio Jerez y Fernando Alcalá.
Obra dramática sobre la aventura existencial y literaria de Juan Bautista Bergua, la censura, la prohibicion de sus libros, incluso la quema de del fondo editorial que se almacenaba en la casa del ilustre vecino de Getafe; y más allá de lo profesional, las amenazas de muerte por parte de los unos y de los otros en los primeros meses de la guerra civil española con textos del gran poeta griego Kazantzakis, del propio Bergua, de los periodistas Geoffrey Cox, Rogelio Pérez, Artur Portela y míos, entre otros, hilados y aderezados teatralmente por Carlos Pardo.