Dimitri Ivan Ivanoff

SÁBADO 8 DE NOVIEMBRE DE 1936.— En la novela Las muecas de los días se nos quedó, como un fleco molesto, la falta de información sobre el asesino de Luis de Sirval. Y ha sido, ahora, inmerso en darle punto final a un nuevo libro cuando hemos descubierto el final del hideputa.

Aventurábamos, al final del libro, el futuro incierto del legionario; se nos perdió entonces, aunque al final hemos encontrado su destino. Es posible, como decíamos en el libro,  que Ivan Ivanoff fuera detenido tras el triunfo electoral del Frente Popular en 1936 y que, al producirse el levantamiento del 18 de julio, fuera liberado de la cárcel de Salamanca. La suposición de que luchó en la guerra civil era acertada. Dimitri Ivan Ivanoff se reincorporó a la Legión, dentro del Ejército de África, bajo el mando de los mismos jefes que había tenido durante la represión de la fallida revolución de Asturias, Franco y Yagüe. Un año después de la sentencia, Dimitri Ivan Ivanoff tomaba parte en los combates que se desarrollaron el 4 de noviembre en Getafe y Leganés.

El dato definitivo sobre el asesino de Luis de Sirval ha aparecido consultando el Diario del General Varela, el sustituto de Yagüe al frente de moros y legionarios, cesado por Franco después de criticar la orden de desviarse para liberar el Alcázar y posponer el ansiado asalto a Madrid. Tras la toma de Getafe y Leganés del día 4 de noviembre de 1936, el general Varela afrontó los primeros compases de la Batalla de Madrid situando el frente en los barrios más meridionales de la capital como Villaverde o Carabanchel.

El día 8 de noviembre de 1936 —hace justo 85 años—, el ayudante o ayudantes del general Varela, anotaron que Su Excelencia (Varela) «salió a las 8,30 con su Estado Mayor, ayudante y escolta, para su puesto de Leganés. En este día continuó el avance hacia el río Manzanares. El teniente coronel Tella ocupó el barrio de Usera y Vértice Basurero dominando con su fuego los puentes de Toledo y de la Princesa, y el tabor de la Mehal-la a su derecha, cubre el puente del ferrocarril a Portugal. […] A las 12,30 salió S.E. con su ayudante, Capitán Puñariño y escolta para Cuatro Vientos, Alcorcón, Carabanchel Alto y Bajo, para poder apreciar mejor la marcha de las operaciones, llegando al Hospital Militar de Carabanchel donde conferenció con el teniente coronel Barrón que acababa de ocuparlo, regresando a las 17,10 a Leganés, emprendiendo poco después el regreso a Yuncos. Nuestras bajas fueron el comandante Castejón herido, cuatro oficiales también heridos, y 120 de tropa [muertos y heridos]. Pernoctó en Yuncos sin novedad».

Al acudir a las notas a y apéndices, el diario de operaciones asegura que «uno de los oficiales heridos era el teniente Dimitri Ivan Ivanoff, perteneciente a la segunda bandera del Tercio, que resultó herido de gravedad cuando sus compañeros intentaban apoderarse de un carro enemigo que obstruía la carretera de Alcorcón a Campamento de Carabanchel, falleciendo en el hospital militar —seguramente en el de Getafe— a donde fue evacuado. Dimitri Ivan Ivanof. Las muecas del destino volvían a aparecerse, en este caso, al homicida y en el mismo barrio, donde se desarrolla una parte de la trama de Las muecas de los días. Carabanchel origen y final de las muecas.  

Con este insospechado final queda desvelado el misterio sobre el final del legionario.  El hideputa reside desde ese momento en el séptimo círculo del infierno de la Divina Comedia. Allí permanece, hundido en el Flegetonte, uno de los cinco ríos del Hades, un torrente de sangre hirviendo, vigilado por centauros armados de arcos y flechas. Por caudal corre siempre el fuego, sin que consuma ningún combustible, solo el alma de los asesinos y de los que utilizaron la violencia sin causa contra sus semejantes. Allí se perpetúa eternamente, muerto y bien muerto, en medio de la sombra de los tiranos a los que defendió, de otros asesinos de su misma calaña y de los que padecen la insania criminal.

Como es lógico, ni siquiera se puede lamentar, el 3 de marzo de 1939 —a punto de acabar la contienda— el nonato estado franquista le concedió a título póstumo la Medalla Militar individual. Pues bueno, allí anda, hundido en la sangre de los inocentes con una medalla militar que le devolvió Caronte.  No era un óbolo de plata; era de hojalata.

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RECORDANDO UN PAR DE CAPÍTULOS DE LAS MUECAS DE LOS DÍAS:

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Un teniente del Tercio y dos de Regulares

SÁBADO 27 DE OCTUBRE DE 1934. OVIEDO.— De madrugada, Sirval fue trasladado a la Comisaría de Investigación y Vigilancia de Oviedo, en los bajos del Gobierno Civil, y encerrado en un calabozo oscuro sin cama. A media mañana pensó que, seguramente, en Madrid ya conocerían los hechos y que alguien pediría explicaciones por su detención ilegal. El diputado Félix Gordón Ordás, para el que había trabajado como secretario personal durante dos meses, ya estaría al tanto de su situación y pronto se arreglaría aquel deplorable incidente. Al fin, Gordón era exministro de la República. Lo sentía por el susto que se llevaría su mujer si llegaba a enterarse. Ella, sin embargo, de llamarse María de los Milagros, no creía en los prodigios, y no le gustaba que la llamaran así, solo María.

Al mediodía empezó a sentir una angustia indefinida, hastío y abatimiento. Además, lo más probable era que las fotografías que había captado con su flamante Kodak se perdieran para siempre sin llegar a ver la luz. Había disparado dos carretes de un formato reciente con instantes irrepetibles, trágicos y que, aunque en estos momentos fueran impublicables, eran documentos irremplazables, magníficos para saber lo que había ocurrido en Asturias; ahora, seguramente destruidos los rollos, solo eran sueños, visiones turbias y neblinosas de la memoria.

Sobre las cuatro de la tarde escuchó un revuelo de pasos y carreras que venían a turbar el silencio y la tranquilidad de aquel sábado pasmado. Al principio pensó que venían a liberarle o que llegaba el rancho a los calabozos, aunque no le pareció normal el tumulto organizado: empezó a distinguir las voces y los gritos que proferían varios individuos que al parecer buscaban a un tipo peligroso. Pobre hombre. No era un buen asunto ‘ser peligroso’ en aquellos momentos. Desde el pasillo donde estaban las celdas se oía el diálogo altisonante que provenía de la entrada del cuartelillo: había insultos, hostias y carajos. De repente, el cabo de guardia abrió la puerta de su celda y le dejó a solas con dos oficiales de las Fuerzas Regulares Indígenas y otro del Tercio. Irrumpieron en la celda en tromba y empezaron a interrogarle de manera agresiva, chillándole mientras le propinaban golpes en el pecho y en la cara. Supo, sin conocerlo aún, que aquel legionario corpulento y mal encarado era el teniente Dimitri Ivan Ivanoff. Quería los nombres de los delatores. Claro, por supuesto. ¿Y cómo lo sabía él?

—Tú ¿quién eres?

—Soy periodista. Yo no soy peligroso, no he participado en los sucesos de Asturias.

—¿Tú perriodisshta? —le replicó el oficial legionario con un acento extranjero que no disimulaba la dureza ni el siseo ruso o búlgaro—, tu erresh un assesino y ya no vas a matarr a nadie máss.

—No, no. Os equivocáis de persona.

—¿Quiénes son los traidores y qué mentiras te han contado? —le preguntó uno de los oficiales de Regulares mientras le golpeaba con el puño en la sien derecha.

—Paren, por favor —exclamó Sirval cubriéndose la cabeza con los brazos para protegerse de los puñetazos—. No sé a qué se refieren ustedes…

No le dio tiempo a proseguir con su explicación. Los tres oficiales empezaron a propinarle patadas y empujones por el pasillo que desembocaba hasta un pequeño patio, como un cubículo a cielo abierto, de unos treinta metros cuadrados con tapias de cinco o seis metros de altura. Era un patio de luces desde el que se veían unas pocas ventanas de la parte de atrás de los edificios contiguos al Cuartel del Cuerpo de Vigilancia.

—¡Me confunden, me confunden! —empezó a gritar Luis de Sirval mientras observaba, entre golpes y guantazos, como el teniente ruso o búlgaro y uno de los oficiales de Regulares echaban mano a sus pistolas, sendas Astra del calibre 7,65 milímetros de siete balas.

—¡Mierda de comunisshtas! —exclamó mientras escupía al suelo con rabia el teniente legionario—, ¡date la vuelta!

—Soy inocente. Yo soy un periodista que no ha participado en los sucesos de Asturias.

—¡Lass manoss arriba!, le amenazaba el oficial del Tercio.

—¡Contra la pared! ¡Contra la pared! ¡Apóyate en la pared con las manos arriba! —le vociferaba por el otro oído uno de los oficiales de Regulares con la pistola en la mano derecha mientras le arreaba empellones con el brazo izquierdo y con el cuerpo.

Ahora sí, Sirval sintió miedo, pánico. Un sudor frío le heló el cuerpo, mientras los brazos en alto y las piernas abiertas empezaron a temblarle. Los recuerdos se agolparon en su mente, como las imágenes en movimiento del cinematógrafo, fotos fijas de su madre, de su hermano, incluso de gente que ahora no sabía quiénes eran; sin sonido. Recuerdos y artículos humorísticos. ¿Cómo se podría enfocar este suceso en uno de sus articulitos para ‘La mueca de los días’? Más que una mueca, la vida parecía un lance fatal, un guiño postrer a la incesante y absurda búsqueda de la verdad, el último aspaviento de una paradoja disparatada que le condenaba al silencio. ¿Había algo peor para un periodista? Ahora veía a su mujer besándole y despidiéndole desde el andén de la estación de Madrid. ¡Ten cuidado! Y agitaba su mano como quien borra la sonrisa de una pizarra invisible por el miedo al futuro.

Solo acertó a ver un fogonazo y a notar los estampidos. Fulgurantes y romas flechas al rojo vivo que se clavaban en su espalda atravesándole en un instante y abriendo enormes boquetes en su pecho y abdomen. El dolor le había dejado sin aliento. El eco de aquel redoble y el estrépito de las detonaciones percutieron en su cerebro como zambombazos, extinguiéndose rápidamente, como si hubieran explotado en la lejanía. El patio era una fotografía velada. Un manchurrón de tinta que se extendía por el papel y que le impedía reconocer la tipografía y leer el titular. Negro. Silencio.

 

Capítulo final. La Farsa

SÁBADO 28 DE OCTUBRE DE 1934. OVIEDO.— Luis de Sirval ya estaba en el suelo, más muerto que vivo, aunque creía que seguía con los brazos en alto apoyado contra la pared del patio interior del Cuartel del Cuerpo de Vigilancia de Oviedo. Sabía que, inevitablemente, había llegado su final. Era una injusticia, pero, a la vista de lo ocurrido, nadie acudiría en su ayuda contra los asesinos. Lástima de ocasión perdida. La crónica y la vida. Quizá nunca se supiera la verdad. Aquellos hijos de puta seguirían vivos, disfrutando de la vida y del crimen, aunque fuera odioso y abusivo. ¿De qué servía la razón y la justicia?

—Pero ¿qué importaba eso ahora? —pensó por última vez el periodista—. ¡Madre mía, me han matado! —llegó a suspirar antes de que se apagasen todas las luces.

Una vecina observó el barullo desde la galería de uno de los edificios cercanos a la comisaría. La mujer contempló atónita el final de la escena y escuchó los gritos de aquel hombre a través de un ventanuco con vistas al patio de la Comisaría. Con tétrica claridad oyó exclamar a la víctima ‘¡madre mía me matan!’ al tiempo que uno de los militares le descerrajaba dos o tres tiros y el otro, el legionario, otros tres o cuatro; seis o siete terribles detonaciones de pistola, y al momento, un breve instante después, dos segundos, el vuelo de una mosca, un último tiro del primer oficial en abrir fuego inclinándose sobre la cabeza del cadáver. La vecina, espectadora de excepción del crimen desde el ventanuco, convertido en inusitado y lúgubre palco, ignoraba quién era el muerto.

Tras rajar el maletín con un cuchillo, uno de los oficiales arrancó algunas hojas de uno de los cuadernos de notas del periodista y, levantando con una mano los papeles hacia los posibles e inoportunos testigos de los ventanucos y del cuerpo de guardia, empezó a vociferar.

—¡Aquí, aquí está la lista de personas que quería matar este asesino! Aquí, sí, aquí está la lista. ¡Era un cobarde criminal! —dicho lo cual, salieron los tres militares por la puerta de la Comisaría con paso decidido. El cabo de guardia les empezó a increpar desde la misma puerta mientras los oficiales, con el porte y los ademanes marciales, seguían su camino sin volver la cabeza, mirando al frente con paso firme.

 —¡Oiga, mi teniente! Mi teniente, yo tenía un preso y me dejan ustedes un muerto. ¡Mi sargento, venga urgentemente! ¡A mí la guardia! —gritaba y se lamentaba el cabo de Asalto desde la entrada de la comisaría mientras los oficiales se alejaban altivos y orgullosos de su acción—. Alguien tendrá que responder, alguien tendrá que firmar un informe o un atestado. ¿No mi tenienteee?

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—Dirremosss que ha ssido un ahsidente —le dijo el legionario a uno de los oficiales de Regulares—. Que el pe- rriodisshta noss golpeó e intentó huir. La pisshtola, ssin el perrcutor, sshe encasssquilló y soltó todo el cargador ssobre el presho a la fuga. Esh muy ssensillo.

—Ha sido cosa de los tres; así pues, mantengamos la misma versión. Es fácil. Estamos en guerra y nadie creerá que la República ha ganado repartiendo justicia, dejando escapar o, incluso, perdonando al puto enemigo. Débiles y cristianos. ¡Quién ha visto ganar una guerra a un ejército adiestrado en las buenas obras, en el talante y la disposición humanitaria como monjitas llegadas a territorio hostil en misión evangelizadora!

Estuvo muerto Sirval en aquel angosto patio durante veinte horas, hasta el domingo al mediodía, y su cadáver tapado con unas sucias tablas. Mientras, en las casas de alrededor resonaban aún los gritos de espanto. Los vecinos se preguntaban hasta cuándo estaría el cadáver allí. ¿Quién era aquel infeliz? ¿Un líder revolucionario? ¿Un minero o un socialista de despacho? ¿Quién vendría a recogerlo, a enterrarlo, a acariciar su rostro y su pelo por última vez, o pensarían dejarlo allí, entre las tablas, hasta el fin de los tiempos?

Solo algunos días después, cuando el suceso se publicó en la prensa, el vecindario conoció que el muerto, el infortunado joven, era un periodista de Madrid de 36 años. Asesinado por tres oficiales del Ejército.

—Imagínate ¡Qué seguridad tiene nadie en los tiempos que corren! Ni siquiera detenido y custodiado por la policía… —pensaban las vecinas.

El primero de los reportajes que Sirval mandó desde Asturias, ‘Quince días de guerra bajo la enseña roja’ abrió la portada de El Mercantil Valenciano el domingo 28 de octubre de 1934, cuando aún se desconocía que el periodista había sido asesinado y su cuerpo permanecía abandonado en el patio de una Comisaría del Cuerpo de Vigilancia de Oviedo.

El cadáver de Luis de Sirval no pudo ser recuperado nunca por su familia. El padre y la viuda del periodista acudieron al diputado y antiguo compañero en la redacción de La Libertad, Eduardo Ortega y Gasset, recabándole su intervención. Cirilo Higón le escribió una carta implorando su ayuda para dar sepultura a su hijo. Ortega consiguió el permiso de las autoridades militares, aunque el miedo y la advertencia, o el consejo del general López Ochoa sobre el riesgo que corrían al desplazarse a Asturias con ese fin, hicieron que la familia renunciara a recuperar el cuerpo sin vida de Luis.

 

Seis meses y un día por [un asesinato] imprudencia temeraria

LUNES 5 DE AGOSTO DE 1935. OVIEDO.— Casi un año después, el 5 de agosto de 1935 se constituyó el Tribunal de Urgencia en el Palacio del Marqués de Ca­nillejas de Oviedo, formado por Cayetano Álvarez Osorio, como presidente, y los señores García Ruiz y Fernández Valdez, como vocales para «entender y fallar en la causa seguida por la muerte del periodista de Madrid, D. Luis Higón Rosell, conocido por Luis de Sirval, que es como firmaba sus escritos. El único procesado es el teniente de la Legión Dimitri Ivan Ivanoff». Los otros dos oficiales de Regulares, Rafael Florit de Togores y Ramón Pando Caballero, no fueron imputados y solo se citaron en calidad de testigos.

El acusado declaró en la fase previa de la instrucción del sumario que el periodista le insultó, le empujó e intentó fugarse, pese a que estaba rodeado de oficiales armados y en un minúsculo patio interior amurallado. Alegó, como única disculpa, que su pistola tenía un defecto que provocó una ráfaga allí donde él solo trataba de hacer un disparo cuando Sirval trataba de huir.

«Actuaba de fiscal de la Audiencia —rezaba la crónica del ABC del día siguiente— el señor Valverde, y ejercía la acusación privada, en nombre de la familia, el abogado de Madrid, D. Eduardo Ortega y Gasset, estando la defensa a cargo del abogado ovetense D. Ramón Bances».

El anuncio del juicio despertó gran expectación, a pesar de lo cual solo accedieron a la sala de vistas unas cien personas entre oficiales del Tercio y de Regulares, obreros y mujeres. El procesado vestía el uniforme reglamentario con las dos estrellas de teniente y sus condecoraciones. Tenso y con gesto irritado, se sentó en una silla aislada frente al Tribunal.

El secretario leyó el apuntamiento, diciéndose en los autos que hacia las cuatro de la tarde del día 27 de octubre de 1934, tres oficiales de la Legión, entre los que figuraba el procesado, se dirigieron a los calabozos del Gobierno Civil y pidieron al sargento de guardia que les permitiese interrogar al detenido, el periodista D. Luis de Sirval, para ver quién le había contado unos supuestas actuaciones atribuidas a las tropas del Tercio que el periodista estuvo relatando, según pudo enterarse el teniente Pando, en un café. Se añade que el detenido, ya fuera del calabozo, se negó a dar los datos y que empujó al teniente Pando, derribándole, al tiempo que salió corriendo hacia el patio y que fue entonces cuando el teniente Dimitri Ivanof montó su pistola que estaba preparada para disparar sin interrupción e hizo siete disparos, seis de los cuales ocasionaron las heridas que produjeron la muerte instantánea de Luis de Sirval.

Eduardo Ortega y Gasset, en nombre de la acusación privada, pidió que se diera lectura al escrito de querella presentado con arreglo a la Ley de Orden Público. El presidente del Tribunal, en principio, se negó, aunque después accedió. En la querella, suscrita en nombre de la familia de la víctima, se relataban los hechos asegurando que el día de autos el teniente D. Ramón Pando se encontró con sus compañeros Florit de Togores y Dimitri Ivanoff, a los que dijo que iba a buscar a un periodista llamado Luis de Sirval, que había dado noticias sobre ciertos atropellos cometidos por las tropas del Tercio y Regulares. Se añade en el escrito de la querella que los tres oficiales se expresaron en términos de gran violencia contra el periodista y que acordaron ir juntos para hacer un escarmiento con él. Una vez que estuvo fuera del calabozo el periodista, la acusación aseguraba que el teniente Florit le mandó ponerse de cara a la pared, al mismo tiempo que disparaba su pistola siete veces, seis de cuyos disparos hicieron blanco sobre el cuerpo de Sirval, que cayó muerto. El escrito de querella termina pidiendo el procesamiento de los tenientes Pando y Florit, además del embargo de bienes por valor de 500.000 pesetas como indemnización.

El abogado defensor advirtió al Tribunal que se habían ampliado en dos médicos más los que había señalado inicialmente como peritos. La acusación admitió la ampliación y añadió, por su parte, que cuando se trasladasen a la fábrica de armas para probar la pistola que se requisó al procesado, se dieran las mayores garantías.

El presidente preguntó al procesado su nombre, edad y lugar de nacimiento. El teniente, puesto en pie, dijo llamarse Dimitri Ivanof, de veintisiete años, natural de Bulgaria.

A continuación, comenzó el interrogatorio por parte de la fiscalía. El señor Valverde pidió al procesado que hiciera a la sala un relato de los hechos.

Ivanoff declaró que iba con Florit cuando se encontraron con el teniente Pando, que les dijo, según había oído en un café, que había un periodista con noticias de supuestos atropellos cometidos por las tropas del Tercio, y que esas referencias habían sido confirmadas por tres soldados, conviniendo en ir a buscar al reportero para averiguar los nombres de los legionarios. El oficial relató su llegada a Comisaría y cómo preguntaron al sargento de guardia si figuraba entre los detenidos un periodista llamado Sirval. Una vez confirmado esto, pidieron permiso para entrevistarle con el único objetivo de recabar la información precisa para investigar las calumnias que se cometían contra el Ejército español. El sargento ordenó al cabo que sacara a Sirval del calabozo.

El fiscal le interrumpió y le preguntó si el calabozo no tenía una puerta pequeña y un vestíbulo con otra puerta que daba a un patio interior, a lo que el procesado contestó afirmativamente.

—¿Usted entró en el calabozo?

—No, sseñor.

—¿Entró el teniente Sr. Florit?

—No, sseñor. El único que entró —añadió— fue el teniente Pando, quien sshe dirigió al tal Ssirval y le preguntó qué ssabía de unos supuestoss atropelloss a las tropass, negándose el periodisshta a contestarnos.

El oficial procesado añadió que el periodista le propinó un empujón al teniente Pando que cayó al suelo, al mismo tiempo que Sirval ganaba el patio con la intención de escapar, por lo que salieron detrás el teniente Florit y él mismo.

—Yo llevaba la pisstola montada de tal forma que, con el percutor fuera, podía dissparar sin interrupsión, la monté y, ofushcado, sin ssaber lo que hacía, se esscapó la corredera y se dishpararon las ssiete balas.

—Y qué pasó —requirió el fiscal.

—Vi como el señor Ssirval se llevó las manoss al vientre e inmediatamente giró, primero sobre la derecha, despuéss sobre la izquierda, cayendo muerto…

—Y, ¿qué pensó en aquel momento?

—Me di cuenta de que había ocurrido una desshgracia.

—Diga usted si, cuando el señor Sirval salió al patio, le dieron el alto.

—Sí, sseñor.

—¿Diga usted si tenía intenciones de matarlo?

—Le doy mi palabra de honorr de caballerro legionario que no tenía taless intencioness, que lo que pasó fue que sse eshcapó la corredera del arma.

Por último, le tocó el turno a la acusación privada. Eduardo Ortega y Gasset le preguntó al teniente búlgaro que si no fueron a la Comisaría pidiendo que se les entregara el prisionero.

—No.

—Pero ¿tenía usted una misión oficial?

—Missión oficial, no.

—Ese día, ¿estaba usted franco de servicio?

—Franco de sservicio.

A propósito de si había recibido o no orden oficial, se entabló un diálogo, y el procesado terminó diciendo que no tenía ninguna orden oficial.

—¿Fueron a buscar a otros periodistas?

—No

—Diga si es cierto que a Sirval lo sacó del calabozo el Sargento Madroño y que este le dio una bofetada al periodista que lo derribó al suelo.

—No es sierto.

—Diga si es cierto que insultaron al Sr. Sirval.

—No es sierto: en ningún momento se ofendió al periodista, aunque él sse dirigió de manera incorrecta al teniente Pando, que fue el único que habló con él.

—Diga si no es más cierto que el señor Sirval repitió, al ver lo que ocurría, que él era inocente y que dio gritos de ‘Madre mía de mi alma’ y pidió que no le hicieran nada, sobre todo al oír que el teniente Florit le mandó ponerse de cara a la pared, al mismo tiempo que este, y no Ivanoff, le hizo los siete disparos, y que el procesado fue el que se ofreció, generosamente, declarándose autor de la agresión.

El procesado negó esos extremos e insistió que fue él quien disparó, pero porque se le escapó la corredera, ofuscado, sin darse cuenta de lo que hacía. Luego le llegó el turno a la defensa. El abogado ovetense D. Ramón Bances le preguntó si pretendió matar a la víctima. El acusado, sin un ápice de vergüenza ni de pudor, lejos de mostrar arrepentimiento mantuvo una actitud de contrariedad y disgusto.

—Lamento lo que ocurrió, fue una verdadera desshgracia.

—Diga al tribunal, cómo una vez que montó la pistola al aire, como ha dicho, no procuró desviar el brazo.

—Yo no sabía lo que hacía y sse me eshcapó la corredera.

—Diga al Tribunal si no es cierto que nunca antes estuvo en Asturias, que no conocía a Sirval y que como oficial del Ejército siempre ha actuado en defensa de la Legión, con caballerosidad y nobleza en la lucha.

—Lo juro. Llevo varioss añoss en el Tercio, donde ingressé porque en mi familia todos sson militares y porque tenía admiración y amor por Esshpaña.

—¿En cuántas acciones ha intervenido?

—He afrontado 235 hechoss de armas y he ssido herido sinco veses, una de ellas en Asturias cuando desembarcamos en Gijón.

A instancias de la defensa repitió de nuevo el argumento de la ofuscación y que desconocía que la pistola estaba montada, según dijo, al pelo.

El proceso continuó con la prueba pericial médica. Los siete forenses que intervinieron, cuatro de los cuales eran militares, negaron el documento presentado por la acusación, un informe del doctor Arauz en el que se aseveraba que debió ser más de una persona las que realizaron la agresión, del mismo modo que los disparos se hicieron en dos tiempos.

A propósito de las heridas que causaron la muerte de Sirval, todos los forenses aceptados por el Tribunal como peritos estuvieron de acuerdo en la misma versión, aunque se entabló una polémica con la acusación privada sobre si los disparos en la cabeza y en el corazón se hicieron cuando la víctima ya estaba muerta a consecuencia de las heridas recibidas en la espalda.

—Se trata de aclarar la verdad.

—Todos los médicos estamos de acuerdo en que el herido debió recibir los primeros tiros en el vientre y que después, al caer herido giró un poco sobre la derecha, recibiendo entonces el tiro en el corazón, que fue el que le ocasionó la muerte instantánea y después, al girar ya a la izquierda por el propio peso, recibió el tiro de la cabeza, con lo cual se explica el que esta última herida no diese lugar a hemorragia.

—Están ustedes describiendo una auténtica pirueta trucada, un montaje forense, una versión falsificada para justificar el asesinato de un periodista —aseguró el abogado Eduardo Ortega y Gasset, mientras el público, en su mayoría militares, protestaba y el Tribunal le llamaba la atención tras dejarse influir por las protestas teatralizadas de la defensa y de la fiscalía.

Tras el informe forense, se pasó al testimonio de los tenientes Ramón Pando y Rafael Florit. El primero fue el que escuchó en un café de Oviedo la información sobre los supuestos atropellos de la Legión y que, tras encontrar a los otros dos oficiales en la plaza de la Escandalera, fueron a ver al periodista para averiguar el nombre de los delatores al objeto de realizar una investigación e imponerles una sanción por las calumnias. En todo lo demás, ambos ratificaron la declaración de Ivanoff.

El comandante de Asalto, Gabriel Aizpuro, declaró y dio cuenta sobre la detención de Luis de Sirval en la Pensión La Flora, asegurando que no llevaba ninguna documentación. Eduardo Ortega le advirtió de la contradicción evidente; era un hecho incontrovertible, que no admitía discusión, pues el carné del Comité paritario de la Prensa de Madrid que se le encontró a la víctima obraba en poder del Juzgado desde el primer momento. Aizpuro confirmó su declaración y precisó la hora del traslado al Gobierno Civil, insistiendo en que no hubo malos tratos durante su estancia en el cuartel de Asalto.

El sargento de Seguridad y Vigilancia Madroño reiteró en la práctica la versión de los oficiales a los que obedeció como superiores jerárquicos en estado de guerra declarado. Que él no entró en el calabozo, que lo hizo el cabo Alfredo González.

—Pero ¿usted no vio ni oyó nada? ¿No preguntó qué había pasado?

—No señor, yo estaba en mi despacho y no vi nada.

El cabo González aseguró en su declaración que avisó a Sirval de la visita, que luego cerró la puerta y se marchó, que no vio lo que ocurrió. Que tras oír los disparos acudió al patio, aunque al llegar solo comprobó que el periodista yacía en tierra.

Eduardo Ortega le advirtió sobre la incoherencia de sus palabras con lo que había declarado durante la instrucción del sumario, recalcándole la gravedad del falso testimonio y del perjurio.

—¿No es cierto que los disparos se produjeron en dos tiempos?

—No señor, debe haber algún error de transcripción de mi declaración anterior.

—Quiero insistir para evitar una confabulación que pretendiera ocultar la verdad.

La defensa protestó ante las palabras de Ortega y el presidente le volvió a llamar enérgicamente la atención.

—No permito que hable de confabulación alguna delante de este Tribunal. Se levanta la sesión hasta la tarde.

 

En la reanudación de la vista, declararon los cabos del Cuerpo de Seguridad Clemente Torres y Baltasar Barreiro, que coincidieron en su testimonio con los otros guardias.

A continuación, se inició el desfile de los testigos propuestos por la acusación privada. Casi todos estaban, en el momento de los hechos, detenidos en los calabozos y coincidieron en relatar cómo los oficiales ordenaron al sargento que sacara al periodista de la celda. Recordaron los atestiguantes, Luciano Puentes, León Puentes, Avelino Menéndez, Luis Manso, Santiago Morales, Andrés Álvarez y Luis Vallinas, cómo el tal Sirval protestaba y se declaraba inocente ante las acusaciones de los oficiales. Todos coincidieron en la misma versión, además de confirmar que los disparos se hicieron en tres tiempos.

—Primero sonó uno, luego cuatro o cinco, a discreción, y, por último, un último disparo aislado.

Una de las declaraciones más esperadas fue la de Trinidad García López, vecina de una casa inmediata al Gobierno Civil. El fiscal le requirió sobre los hechos que había divisado. Trinidad García aseguró que desde la galería de su casa que da al patio del Gobierno Civil oyó un tremendo escándalo. Se asomó por la ventana y vio a un señor con muestras de gran susto que iba entre dos del Tercio, a los que decía: «¡Yo no lo sé! ¡Pero si yo no lo sé!».

—¿Qué pasó entonces?

—Uno de los militares le disparó entonces dos o tres tiros, y otro oficial le hizo otro disparo —la vecina describió a la sala cómo iban vestidos aquel día los militares y aseguró que decía la verdad—. Y, como es la verdad, la repetiré si hace falta ante el mismo Jesucristo.

El fiscal, señor Valverde, le formuló otra pregunta para averiguar cuántas personas observó en el patio, entre oficiales y guardias y cuántos disparos se hicieron.

Trinidad se apresuró a contestar, pero el representante de la fiscalía la interrumpió.

—Vale, vale. Deje de hablar, usted viene con el disco preparado.

La acusación particular protestó enérgicamente. Los murmullos volvieron a dominar en la sala de vistas y el presidente suspendió la sesión por unos momentos.

Tras ese nuevo incidente, declararon otros testigos, entre ellos el periodista González Díaz y Juan Muñoz Jiménez. González dijo que tuvo una conversación con Sirval en la cual le aseguró que tenía un ‘interviú’ muy interesante con tres legionarios, y que había sido maltratado de palabra por un comandante de las fuerzas de Asalto. Se refería a que otro detenido, llamado Félix Llanos, le dijo que había oído decir a un oficial del Tercio que si un pariente suyo tuviera una ideología de izquierda republicana, él mismo se encargaría de despacharlo. También dijo que oyó perfectamente los disparos, percibiendo el intervalo a que se habían referido otros testigos

También comparecieron ante el tribunal Julián García Mu­ñiz, Cándido Álvarez Granda y los agentes señores Heras y Huertas, que levantaron el atestado al detener a Luis de Sirval. Aseguraron unánimes que Sirval no llevaba documentación de periodista, aunque en el sumario, como documento unido al mismo, aparecía el carné expedido por el comité paritario de Prensa y que, naturalmente, le fue intervenido. No había explicación a ese hecho insólito.

—No llevaba carné de periodista, aunque luego apareció —rezaba la defensa con una letanía que caía en saco roto. El representante de la Fiscalía y el mismo Tribunal aceptaban las contradicciones como pequeñas cuestiones sin importancia.

Al día siguiente les correspondió el turno a los maestros ar­- meros, en número de ocho, que coincidieron en afirmar que la pistola presentaba un dispositivo especial, fabricado por manos ajenas al fabricante, por el cual el arma se trasformaba en una pistola ametralladora. El presidente del Tribunal dio por buenas las explicaciones y negó a la acusación más pruebas periciales.

Tras pasar lista a algunos testigos citados, aunque ausentes y una pausa de hora y media, se pasó a la lectura de las conclusiones.

El Fiscal creyó cierta la versión de los oficiales en todos sus puntos, desde el golpe propinado por el periodista a uno de los oficiales a los disparos en chorro tras dar el alto a la víctima. Consideró el delito como un homicidio sin intención de causar un daño tan grave, con las atenuantes señaladas, y terminó pidiendo para el procesado una pena de seis años y un día.

Durante la lectura de las conclusiones de la acusación privada, Eduardo Ortega y Gasset consideró culpables a los oficiales que dispararon, Ivanoff y Florit, pidiendo una pena de treinta años de reclusión y diecisiete años de reclusión para el teniente Pando como cómplice; sin embargo, reconoció que en aquel juicio solo se podía condenar a Ivanof, solicitando por ello abrir un nuevo sumario para procesar a los otros dos oficiales.

El abogado defensor del legionario, señor Bances, solicitó la absolución o, en todo caso, un arresto de treinta días. La prensa conservadora se alineó con las tesis oficiales. En cualquier caso, la guerra no era un juego de niños.

El señor Valverde, por parte de la Fiscalía, protestó contra las injurias vertidas en el escrito del acusador privado tanto al Ejército como al procesado y a los dos oficiales que no lo estaban. Pidió a la sala que se rechazara el escrito de la acusación.

Eduardo Ortega le respondió con energía que no había injurias sino acusaciones.

Finalmente, el Tribunal solo tuvo en cuenta los argumentos de la defensa y consideró probado, a pesar de los testimonios de la acusación particular, que al teniente se le disparó accidentalmente la pistola, impactando sobre el periodista seis de los siete tiros que descerrajó, el último de ellos en la sien. Era una triste casualidad, una desgracia, pero así era, sin remedio ni vuelta atrás.

Ante las expresiones ácidas de la acusación particular, el oficial procesado llegó a amenazar a Eduardo Ortega y Gasset; el corifeo de periódicos oficialistas acusó al letrado de injuriar al Ejército español en la persona de Ivanoff, caballero de «brillantísimo historial militar, ciudadano de honor y un gran patriota».

El Tribunal le condenó a seis meses y un día de cárcel por imprudencia temeraria. Y como se consideraban cumplidos, el ‘patriota’ Ivanov quedó libre de polvo y paja. El Tribunal también le impuso una multa de 15.000 pesetas en concepto de indemnización a la viuda de Sirval, pago que eludió al declararse insolvente.

La muerte de Luis de Sirval fue un asesinato que conmo­cionó a la sociedad española y que produjo una radicalización irreversible de algunas posiciones políticas. Hombres tan distantes como Miguel de Unamuno y Julián Besteiro, José Ber­gamín y Antonio Machado, Corpus Barga y Azorín, firmaron conjuntamente una carta el 8 de agosto de 1935 solici­tan­do que la sentencia se revisara por el Tribunal Supremo. «El asesinato del periodista Luis de Sirval —aseguraba el escrito— constituye una muerte tan alevosa, ejemplo insuperable de la anarquía desde arriba y de la desmoralización pública». La censura impidió su publicación.

El escándalo se agrandó cuando el Tribunal Supremo, apenas un mes después, ratificaba la sentencia de la sala ove­tense y que, tras su fallo, dejaba el crimen impune definitivamente. La resolución del máximo tribunal provocó una ola de protestas que llenaron plazas de toros como la de Valencia. Intelectuales de la talla de Unamuno, Machado, Juan Ramón Jiménez y Azorín volvieron a firmar un manifiesto en contra de la injusta sentencia.

El juicio fue una farsa. Y así lo entendió Javier Bueno, director del periódico asturiano Avance y, según las acusaciones del ABC de 16 de octubre, cuando aún estaban calientes los cadáveres regados por Asturias, «uno de los campeones del movimiento». Javier Bueno publicó un breve relato de lo ocurrido en aquel patio ovetense, una necrológica cómica, quizás lo más parecido a lo que hubiera publicado la misma víctima de su propia muerte. Una crónica brutal y luctuosa en forma humorística; un homenaje al estilo periodístico de Luis de Sirval y a la injusticia cometida en el proceso que dictaminó de manera tan inicua sobre su asesino.

«Lo ocurrido en aquel patio fue esto —escribió Bueno—, que Luis de Sirval, grande y fuerte como un oso, contestó con un bofetón hercúleo y homicida a las mesuradas palabras de un oficial; se abrió paso entre una docena de tiernos servidores del orden en un corredor de un metro de anchura e intentó huir por donde él sabía de sobra que no había puerta. Entonces, un señor oficial del Tercio, que ha estado en 250 combates, se puso tan nervioso, viendo enfadado a un periodista, que se le escaparon todos los tiros de la pistola. Todos los tiros hirieron, mataron y asesinaron por su cuenta y riesgo a Luis de Sirval. Seis meses y un día. Al pelo también. Aquí todo se monta al pelo».

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El rastro del homicida se pierde en una maraña de bulos e informaciones que no llevan a ningún resultado fiable. Una de las historias que circularon durante un tiempo aseguraba que Ivanoff fue detenido tras el triunfo electoral del Frente Popular en 1936 y que, al producirse el levantamiento del 18 de julio, fue liberado de la cárcel de Salamanca. Se supone que se incorporó al ejército y que luchó con los golpistas durante la guerra civil. Los rumores, todo lo que queda del asesino de Luis de Sirval, aventuraban que murió en Marruecos en 1956. Los otros dos oficiales, cómplices del búlgaro, los oficiales de Regulares sí aparecen en numerosos documentos dejando un rastro de oprobio, deshonra e ignominia.   

 

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