MARTES 23 DE JUNIO DE 1936.— Juan Bautista Bergua celebraba en la finca de Getafe, año tras año, la noche de San Juan, el momento mágico en el cual se aparecen los espíritus benignos y malignos, todos en libertad y ávidos de celebrar pactos con los mortales, conceder favores y presentar los designios que depara el futuro. Era costumbre avivar un gran fuego para quemar las rémoras y malos pensamientos que se habían instalado en los corazones desde el año anterior. Los fantasmas, diablillos, ánimas del purgatorio y criaturas fantásticas surgidas de los sueños, unas desde el limbo y otras desde cualquiera de los dantescos círculos del infierno, se aprestaban a bailar como las llamas del fuego, chisporroteando cual chiflados que descubren las puertas de los calabozos de Caronte abiertas de par en par. Además del rito purificador del fuego y las bromas con otros mitos y leyendas, como buscar la preciosa e imaginaria flor de la higuera, Bergua, su mujer Isabel y su hija Mercedes festejaban esa única noche con una cena a la que estaban invitados, además de su hermano José y su mujer, los mejores amigos de la familia entre los que se encontraban el alcalde de Madrid, Pedro Rico, los periodistas y escritores Rafael Marquina y Leopoldo Bejarano, el polifacético Filiberto Montagud y su mujer Luisa Pérez, amigos de la familia, ahora residentes en Madrid pero que habían ocupado con su hija Luisa —ahora una mujer de 24 años—, la casa aledaña desde el año 1912 hasta 1927. En años anteriores, tampoco faltaron a la cita otros ediles del Ayuntamiento de Madrid, el alcalde de Getafe, incluso el general Emilio Mola y su mujer o autores de la Editorial Bergua como el policía y escritor Mauricio Carlavilla. También era frecuente, si no había un evento con más glamur en la capital, la presencia de su hermana, una de las mujeres más guapas de Madrid. Era, a pesar de sus dotes de Celestina y de la maniobra urdida con su madre para casarlo con su amiga Isabel, una figura habitual en los suplementos de moda y en los ecos de sociedad. Su bello rostro iluminaba el huecograbado de los diarios y revistas madrileñas.
La casona de los Bergua estaba ubicada en la calle Madrid de Getafe, esquina a la calle Vinagre, relativamente cerca del acuartelamiento del primer regimiento de Artillería Ligera. Esa zona de Getafe acogía casonas independientes con buenas parcelas y una zona de huertos que daba nombre a la calle posterior. La de los Bergua estaba rodeada por una valla de gruesos barrotes acabados en punta de lanza, tapizada de enredaderas como la hiedra, el jazmín y la madreselva para ocultar las vistas al interior; en los arriates se mostraban agrupadas las camelias, la rosa mosqueta, las rosas, los hibiscos y las gardenias, todas exuberantes por ofrecer a lo largo de las diferentes estaciones sus galas de fiesta. Era, la mayor parte del año, un auténtico refugio donde anidaban los petirrojos y los mirlos, paraíso invernal de jilgueros y gorriones en busca de comida; aquí y allá se estiraban hacia el sol un par de arándanos, varios groselleros y un madroño venido a árbol. Juan Bergua tenía en nómina a Jacinto, un jardinero que ordenaba, plantaba, podaba y cuidaba también de los árboles frutales que tenía la finca, entre los que se encontraba una espectacular y fragante higuera y un naranjo agrio; y en la esquina a la calle Madrid, haciendo pareja con otro idéntico que había en la casa de los Montagud, se erigía un colosal pino piñonero. Junto a la entrada posterior de la casa, por donde se accedía a la cocina, se había adosado una marquesina con bellas columnas de hierro forjado. En ese espacio, sombreando con cañizo y parras, se celebraban las comidas y cenas cuando el buen tiempo acompañaba. A resguardo del viento se encontraba adosada una pequeña chimenea que igual servía para hacer un puchero en el fuego que asar chuletones de Ávila, siempre regados con buen vino de Rioja. Aquella finca era su refugio más preciado en aquellos momentos en los que necesitaba tranquilidad para escribir, traducir o en las épocas en las que se mostraba aquejado de la melancolía que produce la falta de naturaleza en las grandes ciudades y que solo mejoraba en el sosiego del jardín, escuchando el crepitar de la chimenea o el canto de los pájaros, según la estación. La casa de Juan Bergua en Getafe se utilizaba, además, como almacén para la empresa editorial que gestionaba con su hermano José. Allí se guardaban, clasificados, cientos, incluso miles, de ejemplares de algunas de las obras editadas por Librería-Editorial Bergua. El tema alrededor del cual giraban de forma inevitable casi todas las conversaciones de aquella noche, además de la fiesta del fuego y la onomástica de Juan Bautista, era la tensión que se había instalado en el país. Era posible que los negros augurios que sobrevolaban España turbasen definitivamente la paz del verano. Pedro Rico, cosa rara, llegó a Getafe alterado, con el color del rostro mudado, pálido. El lunes había regresado de Valencia donde había asistido a la final de la Copa de la República de Fútbol disputada entre el FC. Barcelona y el Real Madrid, con triunfo de los blancos por dos goles a uno. El viaje y las celebraciones le habrían cansado, aunque no lo suficiente para quitarle las ganas de comer y disfrutar del buen tinto que mostraba casi siempre.
—Amigo —le dijo Pedro Rico confidencialmente a Juan Bautista Bergua—, el viernes tuve una entrevista con el presidente del gobierno en la que me informó del riesgo inminente de un golpe de fuerza de los militares. Los indicios están confirmados por Alonso Mallol.
—Si es cierto, son malas, muy malas noticias…
—El alma máter de la conspiración, parece que actúa como el director del alzamiento militar, es tu amigo y protegido durante un tiempo —señaló con el dedo a Juan Bergua—, el general Mola. Creo —y en eso coinciden Azaña y Casares, que, como pasó en el año 32, no tendrá ningún éxito. Es, claramente, otra sanjurjada; pero debemos seguir los acontecimientos con toda la prudencia que requiere el momento
—Mola es un republicano convencido…
—No voy a descubrir nada a nadie al decir quiénes son los enemigos de República. Son viejos conocidos de todos nosotros. Cuando dicen que son la representación de España y de su Ejército, que pelean contra un Gobierno marxista, hay que decirles que mienten, que son la representación de la España vieja, de la España caduca que pelea frente a la España joven.
—Hay que tener en cuenta lo que Mola escribió al capitán Fermín Galán, uno de los impulsores del levantamiento de Jaca para instaurar la república: «recuerde que nosotros no nos debemos ni a una ni a otra forma de gobierno —república o monarquía—, sino a la Patria.
—Al parecer, las cosas han cambiado. Todo está desmesurado.
—Si Emilio Mola está implicado en el golpe de fuerza será solo para restablecer el orden público, para detener los rutinarios asesinatos de personas, ya sea por fascistas o por comunistas, regular las huelgas salvajes, la violencia descontrolada, las rencillas políticas que acaban apuntando con el dedo índice, haciendo de pistola, y acaban de madrugada con la vida de los diputados de la otra bancada, la quema de iglesias y otros edificios, el terror y las purgas. Mola es un militar al servicio de la patria, como dice él; más allá del levantamiento, estoy seguro de que podría apoyar de forma temporal un régimen como el de Primo de Rivera. Él no estaría de acuerdo en sustituir la República por la Monarquía y menos en perpetuar una dictadura militar, y tampoco creo que actúe en beneficio de una opción política determinada.
—Sí, es posible que Mola tenga esos pensamientos; pero mientras se aclara la posición de las diversas figuras de esta partida de ajedrez, España se acerca al abismo. Las últimas informaciones que llegan a la presidencia de la República y del Gobierno confirman que la asonada no tendrá éxito; se ha confirmado la fidelidad de muchos mandos. Madrid, Barcelona, Valencia, Bilbao o Málaga, entre otras provincias están con la República. El ejército de África, el de una parte de Andalucía y el del norte podrían estar con los rebeldes. España está a punto de quebrarse como una rama endeble y seca. No sé si es bueno o malo; esa contrariedad para los rebeldes, la falta de éxito podría derivar en una breve, aunque sangrienta, refriega.
—Si Emilio Mola dirige esta sublevación, cosa que entra en lo posible —de hecho, es uno de los militares con más cerebro de nuestro país—, seguro que no está vinculada a ninguna opción política, ni de derechas ni de izquierdas. Insisto. Le conozco bien. Sin duda podemos etiquetarlo como un republicano convencido, aunque rechazando los excesos que actualmente se cometen en nombre de la República.
—Bueno, sobre eso hay serias dudas tras su etapa como director general de Seguridad. El fracaso de la sublevación de Jaca se achaca en parte al trabajo antirrepublicano de tu amigo y que les costó la vida a los capitanes Galán y García Hernández; tu amigo el cubano está condenado…
—Aquí, en España, todos estamos condenados. Mola… Lo conozco bien. Imaginemos un hombre sencillo, humilde, afable, de buen talento y de gran corazón. Un hombre honrado a carta cabal. Digno sin arrogancia, grave sin rigidez ni lentitud. Un hombre serio a cuyos ojos y a cuyos labios asoma con la debida frecuencia, no obstante, la sonrisa y la benevolencia. Impenetrable sin ser misterioso; de buen juicio, de clara pluma, de cabeza segura.
—¿Sin defectos? —respondió jocosamente Pedro Rico.
—¡Oh, no!, probablemente los tiene, pero en todo caso, de tan inquebrantable firmeza que cierto estoy que los suple con ventaja. Mola es una de esas almas de hierro encerrada en un pecho enérgico, íntegro y humano, en fin, que sólo nuestro país produce. Algún día tendré que escribir un perfil de este personaje, a veces tan denostado.
—Venga hombre… Juanito, dejemos el golpe de fuerza y la literatura romántica. Dame un vaso de ese rioja para brindar a tu salud, a ver si se me restablece el color del rostro y, acabado el sofoco en la frente y la incertidumbre en el corazón que estos presagios me provocan, cede el resuello o, de lo contrario, me ahogo. Pedro Rico, que pesaba 130 kilos, se había despojado de la americana y la corbata, sudaba en toda su gordura como un manantial, con la frente, los mofletes y la garganta salpicados de gotas, y mojando la camisa por más sitios que costuras tenía.
—Ya te he dicho que debes adelgazar. Tu obesidad propicia el cansancio, enfermedad para el corazón y el mal funcionamiento de tus rodillas. Por cierto, Mola nació en la provincia española de Placetas, cuando Cuba era parte de España. Todo un criollo españolista, recto, como no podía ser de otra manera, siendo hijo de un capitán de la Guardia Civil. Quisiera creer que es un hombre recto, de derechas… sí, de derechas.
—Vale, dejemos eso; tú le conoces mejor, pero… bueno ¿Qué tenemos hoy de comer?
—Una festiva ensalada de verano con tomate, pimiento, pepino y cebolleta, unas maravillosas hortalizas recogidas esta misma mañana de una de las huertas de aquí al lado. Chuletillas de cordero a las brasas y conejo al ajillo en salsa de vino blanco con pimienta y laurel, acompañado de una guarnición de patatas asadas en la lumbre. Echando una vista al jardín y a los árboles de la finca se podía descifrar el alma de Jacinto, el jardinero de la finca. Trabajador pulcro e incansable, que plasmaba la belleza en los árboles, los paseos y parterres de la parcela, un paisaje que pertenecía a ambos, al dueño y al jardinero, aunque lo disfrutaban igual los invitados. A las 12 en punto, con el fuego abrasador quemando lo malo, había que mirar a la luna y luego, acercándose a la higuera como niños pequeños mirar y mirar para localizar la flor mágica de la higuera. Si algún invitado conseguía descubrirla, el futuro más inmediato sería un tiempo próspero y feliz. Nadie consiguió dar con la pequeña, única e imaginaria flor. La leña de encina y el carbón crepitaban, crujían como lejanos disparos de fusil, dejando en la noche gemidos de dolor.
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TEXTO: capítulo de La Furia de Caronte
IMAGEN SUPERIOR: Fotografía de la Plaza del General Palacio. La fuente de los tres caños, con sus respectivas cabezas de león y coronada por la estatua de una diosa griega, permaneció en esa ubicación —junto a la iglesia Chica o de San Eugenio— hasta los años sesenta; hoy se puede ver, arrinconada y casi olvidada, en el jardín posterior o corral romántico del Hospitalillo de San José