24 DE MAYO DE 1936.— El paseo de Recoletos de Madrid resplandecía en la mañana del domingo. Los frondosos magnolios, los plátanos, los tilos y las acacias, vestidas de flores blancas como es su costumbre por estos días de primavera, escondían a cientos de gorriones que piaban alborotados mientras jugueteaban por parejas, saltando de rama en rama, sobre el runrún del numeroso público congregado en la Plaza de Cánovas. Tampoco faltaban los mirlos con su elegante chaqué de cola larga y su pico anaranjado; aupados en lo más alto de los árboles, emitían su bello y lejano reclamo contestando, como aplicados discípulos, al desorden armónico que producía la afinación de las trompetas, los clarinetes o las cornetas de las dos bandas de música convocadas para interpretar el Himno de Riego, epinicio nacional que había sustituido a la Marcha Real o de Granaderos desde la proclamación de la República.
El ambiente exuberante, la temperatura cálida con ráfagas de frescor y la luz de la mañana, coloreada de verdes y azules proporcionaban a Juan Bautista Bergua una sensación de plenitud después de varios días de trajín y excitación, transportando cajas de libros desde su establecimiento en la calle Preciados, o desde el almacén de Getafe, ordenando los expositores, fijando precios y colocando los adornos y carteles publicitarios. Ahora tocaba disfrutar de la inauguración de la IV edición de la Feria Oficial del Libro de Madrid, un evento en el que había participado desde su primera edición en 1933.
Este año de 1936 participaban 37 stands, cinco especiales ocupados por los ministerios de Agricultura, Industria y Comercio, los Estados Unidos Mejicanos, la Biblioteca Nacional, la Junta para la Ampliación de Estudios, el Banco Central y la Academia de la Lengua. Además, se habían instalado 32 casetas privadas, 24 editoriales y 8 librerías. La caseta de la Editorial Bergua, la número 10, se situaba entre las editoriales Magisterio Español y Reus. El rostro animado de Juan Bautista Bergua reflejaba el estado de ánimo de un apasionado amante de los libros en una cita especial. Junto a él estaban su hermano José, su mujer Isabel y su hija Mercedes.
Juan Bautista Bergua y Olavarrieta fue uno de los 20 pioneros que organizaron por su cuenta y riesgo la primera Feria del Libro de Madrid en 1933 durante el anterior mandato de Pedro Rico en la alcaldía. Para sufragar los gastos de la Feria, en aquella ocasión, los editores acordaron destinar el 30 por ciento de las ventas, aunque el dinero fue adelantado por la Cámara del Libro. Se pretendía dar un nuevo impulso a la decaída Fiesta del Libro, institucionalizada en 1926 durante la dictadura de Primo de Rivera, y potenciar la lectura en un país en su mayor parte analfabeto.
Desde primera hora los tranvías de todas las líneas de Madrid ondeaban en su trole banderines publicitarios con el cartel de la Feria; como en ediciones anteriores, alrededor del tronco de los árboles más gruesos del recorrido se habían atado cartelones con citas de autores famosos como la de Cicerón: «una habitación sin libros es como un cuerpo sin alma»; la de Plinio: «No hay libro por malo que sea que no contenga cosas instructivas»; o la de Roger Bacon: «Leer es conversar con los sabios».
Sobre el primer stand —la oficina de información— ondeaban la bandera nacional y la de la Feria. Las demás casetas —cuyo proyecto se debía al artista D’Hoy— estaban alineadas en dos filas a ambos lados del andén derecho del paseo de Recoletos y se habían adornado con banderines y maceteros de diversas plantas. Durante toda la Feria, de doce a una y de siete a ocho se habían programado conciertos de bandas de música civiles y militares; las elegidas para el primer día eran la Banda Municipal de Madrid y la del Regimiento de Infantería número 1.
Mucho antes de la hora de inauguración, prevista para las 11 de la mañana, el numeroso público se congregaba en la Plaza de Cánovas, donde daba inicio el recorrido por la Feria. El recinto estaba acotado y la entrada permanecía cerrada a la espera de las autoridades e invitados que empezaron a llegar poco después de las diez y media. El primero en presentarse fue el director general de Seguridad, José Alonso Mallol.
No tardó en llegar el jefe del gobierno, señor Casares Quiroga, a quien acompañaba el vicepresidente de la Cámara, Jiménez de Asúa, y sus ayudantes, comandantes San Juan y Barceló. Casi al mismo tiempo acudieron el recién nombrado ministro de Instrucción Pública, señor Francisco José Barnés; el gobernador civil de Madrid, señor Carreras Pons, y el alcalde de la Villa, don Pedro Rico. Del Cuerpo diplomático asistieron los representantes de «Francia, Argentina, Chile, Méjico, Panamá, Cuba, Santo Domingo, Honduras, Costa Rica y otros que sentimos no recordar». Puede afirmase que asistieron todos los de las Repúblicas hispanoamericanas.
También estuvieron el recién nombrado subsecretario de Guerra, general de artillería Manuel de la Cruz Boullosa, con su ayudante el comandante Cueto; los concejales del Ayuntamiento de Madrid Jenaro Marcos, Eduardo Ortega y Gasset, Lucio Martínez Gil, Manuel Muiño Arroyo, Manuel Cordero, Celestino García Santos, Antonio Fernández Quer y Luis Barrena, así como tenientes de alcalde de distrito, el Secretario del Ayuntamiento, Mariano Berdejo Casañal; y el ingeniero jefe de Parques y Jardines, Juan Pradillo de Osma.
Entre los escritores y artistas presentes destacaban los señores Antonio Zozaya, el crítico literario Ángel Vegue y Goldoni; el pintor y ceramista Jacinto Alcántara, el escritor y político anarquista Eduardo Barriobero, el autor de libros infantiles Antonio Joaquín Robles Soler —más conocido como Antoniorrobles; Magda Donato, pseudónimo de Carmen Eva Nelken Mansberger, hermana de la también escritora y política socialista Margarita Nelken; el periodista y primer Cronista Oficial de Madrid, Pedro de Répide; el poeta y exsecretario particular de Azaña, Juan José Domenchina, Álvarez Zamanillo y el novelista Benjamín Jarnés, casado con Gregoria Bergua, un apellido que, si no estaba emparentado con Juan Bautista Bergua, invocaba a los orígenes de la familia allá por el siglo XV en el entorno de ese municipio de la provincia de Huesca, convertido en apellido de una estirpe de judíos, origen último de todos los que atesoran patronímicos de lugares, comarcas o ciudades.
A las once en punto llegó a la Feria el jefe del Estado, D. Manuel Azaña y Díaz, acompañado del secretario general de la Presidencia, el naturalista Ignacio Bolívar y Urrutia; ayudantes, general Rodríguez y teniente coronel Alver; jefe de Prensa, el periodista y poeta Alfredo Cabanillas, amigo del sindicalista Arturo Barea; y Juan Hernández Sarabia, amigo y secretario personal de Azaña. Al advertir su presencia y descender del coche fue recibido con una clamorosa ovación por el público estacionado en los alrededores, vitoreándose a su Excelencia, a la República y al Frente Popular.
Con las autoridades, recibieron al presidente los miembros de la Cámara del Libro y Comité organizador de la Feria, señores Buraba, Dossat, San Martín y Navarro de Palencia. Su Excelencia, en unión de todos ellos, recorrió una por una todas las instalaciones, deteniéndose en algunas a conversar con los editores y libreros que a su frente estaban. A su paso eran imponentes las aclamaciones y aplausos mezclados con los acordes del Himno Nacional, que interpretaban las bandas de música. Al detenerse frente al stand del Ministerio de Agricultura manifestó su deseo de que hubiera habido más casetas de publicaciones ministeriales.
En la caseta de Ediciones FAX se fijó detenidamente en una colección de monografías históricas, especialmente en la del Padre Risco sobre Zumalacárregui; y en la de Constantino Eguía, Jesuitas expulsados de España. El padre Isidoro López y el motín de Esquilache. En la caseta de la Librería San Martín estuvo un buen rato contemplando unas lujosas encuadernaciones de obras clásicas y contemporáneas, felicitando por ello a los expositores. Se interesó por si estaban allí completas las obras de Pereda. En la caseta de la Sociedad General de Librería, el jefe del Estado se interesó por los volúmenes últimamente publicados de la Biblioteca Económico-Filosófica, de Zozaya, y la colección de obras de Anatole France, traducidas por Ruiz Contreras. También examinó allí con gran interés unas bellísimas ediciones en colores de obras infantiles recién publicadas como Abecedario musical y Sinfonías inocentes, de Walt Disney, y el Cuento de los cerditos de Antoniorrobles.
Al llegar su Excelencia al final de las casetas, situadas en la derecha del andén, retrocedió para visitar las de enfrente. En una de ellas, la de Ruiz Hermanos, al ir uno de los miembros a hacer la presentación del editor, este, Don Luis Ruiz, se adelantó y dijo: «No es necesario. Conozco a su Excelencia hace ya muchos años como antiguo entusiasta de los libros; ha concurrido mucho a mi librería».
En la caseta de Saturnino Calleja contempló el señor Azaña varios ejemplares de su libro Estudios de política francesa contemporánea. En Espasa Calpe, colocadas en sitio preferente, las obras del jefe del Estado El jardín de los frailes, La corona, La novela de Pepita Jiménez, Plumas y palabras, La invención del Quijote y otros ensayos, Una política (1930-1932), En el poder y en la oposición, Grandes miserias de una política, Mi rebelión en Barcelona y Discursos en campo abierto. Ante el recinto de la Editorial Revista de Derecho Privado, el señor Jiménez Asúa llamó al presidente la atención sobre la Revista de Derecho Público, que publica esta casa y de la que Jiménez Asúa es asiduo colaborador. El señor Azaña, tras elogiar la publicación, hizo la salvedad de que a él le interesaba más la Revista de Derecho Privado, por haber dedicado él sus preferencias a esta materia.
En la caseta de la Editorial Cénit, el señor Azaña se paró junto al director general de Seguridad, señor Alonso Mallol, mostrando deseos de conocer la obra Sangre de Octubre. U.H.P (Unión de Hermanos Proletarios), original de un minero asturiano. Se apresuró a ofrecérsela el editor, señor Jiménez Siles, y rechazó la oferta el presidente, diciendo que enviaría a comprarla. También allí estaba expuesta la Antología negra, de Blaisse, traducción del propio Azaña. Este preguntó si se vendía mucho, a lo que contestó negativamente el editor.
En la caseta de la Sociedad Bíblica, fue recibido por su representante Adolfo Araujo García. Azaña, tras examinar algunas obras, dijo al señor Araujo: «Ahora no se persigue a los colportores, como hace cien años». Sin duda, el presidente de la República, al decir esto recordaba la persecución sufrida por Borrow, autor de La Biblia en España, clásico de la literatura inglesa y de la que Azaña fue magistral traductor en los comienzos de su vida literaria. Borrow, hace cien años, recorría España, como colportor —agente de ventas— de la Sociedad Bíblica, y fue por ello encarcelado dos veces. De las cartas que desde aquí dirigía a la Sociedad Bíblica, salió luego su admirable libro de viajes. En esta caseta, el presidente de la República, el jefe del Gobierno y el ministro de la Gobernación, fueron obsequiados con un ejemplar, edición de bolsillo, de la Biblia, y un Espécimen, o colección de textos bíblicos, que tiene un versículo de la Biblia traducido a 692 idiomas, entre ellos al castellano, catalán y vascuence, todos ellos impresos en el carácter de letra correspondiente a cada idioma.
Juan Bergua observó al jefe del Estado pasar delante de su caseta, saludando de forma escueta y sin parar; el Verrugas, con su cara tristona de lechuza rolliza, sus mofletes caídos y su papada de grasa en forma de bufanda, mostró un rictus casi de disgusto. No parecía tener ningún interés en las novedades ni en las obras expuestas en el stand número 10. Sus ojillos casi exhibían una cierta animadversión o desprecio. Bergua pensó que el presidente de la República nunca le perdonaría la publicación en 1934 del libro El pasado, Azaña y el porvenir escrito por el general Emilio Mola y que su empresa había publicitado en toda la prensa nacional con uno de los párrafos de su amigo, sin duda el militar más culto de España.
El alcalde de Madrid, Pedro Rico, descolgado del pelotón de la comitiva oficial que abanderaba Azaña, sí se paró para intercambiar impresiones con Juan Bergua, con su hermano José, y para saludar a su mujer y a su hija. Pedro Rico era uno de los amigos de la familia, habitual en las comidas que se organizaban los domingos en la finca de los Bergua en Getafe.
—Hola —se dirigió hacia Isabel y Mercedes, mientras se obsequiaba con un par de besos de las dos mujeres. — Hola José ¿Qué tal Juanito? ¿Todo preparado? Ya he visto que el gonfaloniero de la Segunda República española sigue con su inextinguible animadversión hacia tu empresa y hacia ti. Es una pequeña inquina que mancha de sesgo su trayectoria política y la representación institucional que ostenta. En última instancia es, o debería ser, el presidente de todos los españoles.
—Bueno; no pasa nada. Simplemente ha bajado la vista, para no saludar, y ha seguido como si fuéramos invisibles. Por otra parte, no me extraña. Desde hace dos o tres años está mostrando su auténtico rostro; del hombre moderado y reformista que aparentaba se ha transformado en uno de tantos políticos sectarios que proliferan en la España de nuestros días.
—No me extrañaría que aún le suenen los oídos con las palabras del libro de Mola, y más en estos tiempos en los que España se tensa, sin flexibilidad alguna, dispuesta a romperse. Menos mal que, para contrarrestar la imagen de tu cercanía con el generalito, —dijo cogiendo del mostrador un libro— has editado otras como esta, El comunismo al día. VII Congreso de la Internacional Comunista. Discursos íntegros y resoluciones adoptadas. El cónclave comunista al que se refería el libro se había celebrado entre el 25 de julio y el 20 de agosto de 1935 en Moscú. El VII Congreso de la Internacional Comunista marcó las normas, y precisó la táctica que debía dirigir la acción no sólo de los comunistas, sino también de todos los trabajadores, y muy especialmente la de los camaradas socialistas. Entre las conclusiones se propugnaba la acción única de un Frente Único, en contra de lo que pensaban los trotskistas… «Y cuando aquellos obreros socialistas hicieron un llamamiento a su partido para que sea una realidad inmediata el frente único en España, todos los delegados se pusieron en pie y los ovacionaron calurosamente. Desde el Partido Comunista se requería la unidad del Bloque Popular Antifascista».
—¿Ha comprado algún libro el señor presidente?
—No. Sobre todo, se ha interesado, para satisfacer tu curiosidad, por las ventas de sus libros y la popularidad de algunas traducciones que aún persisten en el catálogo de sus editores de cabecera. Tú no le has publicado nada. Claro… ¿Qué quieres?
—Bueno, en realidad no me interesa esa posibilidad. Soy de la misma opinión que Unamuno cuando, en abril de 1931, lo retrató de manera magistral: «Cuidado con Azaña, es un escritor sin lectores. Sería capaz de hacer la revolución sólo para que le leyeran». El Verrugas es sobre todo un político mediocre, de palabra fácil —tengo que reconocerlo— un gran orador con grandes discursos, un encantador de muchedumbres con su verbo provocador y demagógico, pero no un escritor; si acaso un escritor pueblerino y rencoroso.
—Efectivamente. Azaña es un político…
—Sí, sí, no me fastidies, arrogante, malévolo y soberbio.
—Buhhh; me marcho Juanito, que voy retrasado. ¿Te acercas a tomar un vino?
—No; demasiados figurones, prefiero quedarme aquí, en la caseta, atendiendo al público. Ya nos veremos en mi casa cuando acabe la Feria.
Pedro Rico, a pesar de su notoria obesidad, y algunos concejales que le acompañaban, aceleraron el paso detrás de la comitiva de Azaña hacia el Palacio de Bibliotecas y Museos. A la mitad del recorrido, entre vítores y aclamaciones, la multitud desbordó al servicio de vigilancia y rodeó a la comitiva presidencial, transportándola en volandas, amalgamado el pueblo con el Gobierno, hasta la entrada del Palacio.
El presidente de la República había tardado media hora en recorrer las 37 casetas de la Feria. Ya en la Biblioteca Nacional, Azaña fue recibido por el director, señor Artigas. Recorrieron diversas dependencias, deteniéndose especialmente en la sala de lectura de revistas, recién ampliada. Luego pasaron a otro salón, donde Perico Chicote, con su acostumbrada maestría, sirvió un variado vino de honor. A eso de las doce y media, el presidente de la República abandonó la Feria del Libro.
A iniciativa de los organizadores, este año no hubo discursos en el acto inaugural, sin que por ello perdiera solemnidad la ceremonia. Quizás se perdió la ocasión para que su Excelencia, el presidente de la República, hiciera gala de su talento en el arte de la oratoria. La Diputación provincial adquirió libros por valor de cinco mil pesetas y el Instituto del Libro, por 1.000 pesetas. El Ministerio de Instrucción Pública, de la Guerra, el Ayuntamiento de Madrid, Gobernación, Industria y Comercio comprometieron algunas adquisiciones. Durante la feria se hacía un 10 por ciento de descuento a todos los compradores.