El Congreso de los Alcaldes en Getafe, comedia en un acto, fue publicada en 1821 por la Imprenta Patriótica del Ciudadano Francisco Benavides. Este taller gráfico surgió en plena efervescencia del Trienio Liberal y acabó, paradójicamente, con el Bienio Progresista en 1851; la libertad de prensa del bienio acabó con el antiguo sistema de propaganda y discusión política basado en folletos y panfletos a los que parece que se dedicaba especialmente Benavides. Se supone que se trataba de una imprenta y de una librería al mismo tiempo. Francisco Benavides Guzmán debió nacer hacia 1800 en Alhendín, Granada. Atendiendo a la fecha en que su imprenta pasa a tomar el nombre de su hijo, podría haber fallecido en 1847 ó 1848. Fue primer cabo inválido del cuerpo de artillería naval siendo herido durante la guerra de independencia. La obra está disponible digitalmente gracias a la Universidad de Granada.
El Trienio Liberal se inició el 1 de enero de 1820 tras el levantamiento de Rafael de Riego para restablecer la Constitución de 1812; el 10 de marzo de ese año, Fernando VII fue obligado a jurarla y a suprimir la inquisición. El pueblo pensó que había llegado su momento, que se habían conseguido los ideales de la revolución francesa. Sin embargo, fueron estos, los Cien Mil Hijos de San Luis los que tres años después acabaron con el sueño de los ciudadanos españoles, disolvieron las cortes, anularon la legislación del trienio y restablecieron el despotismo del rey felón. En el mes de julio de 1823 se produjo en Getafe uno de los hechos más luctuosos y trágicos. Se trata de la muerte de una partida de soldados constitucionalistas, apenas medio centenar, que aparecieron por el camino de Pinto dando vivas a Riego. En Getafe estaba acampada una fuerte tropa realista al mando del general Quesada que atacó al contingente liberal a la altura de los Escolapios cuando se dirigían a Leganés, un incidente relató la Justicia de Getafe y que publicó La Gaceta de Madrid y que se saldó con la muerte de los 31 soldados de la milicia provincial de Oviedo.
Este periodo histórico se caracteriza por la lucha entre el absolutismo —representado por la nobleza, la burguesía y el clero—, y el liberalismo. En la obra, escrita por el dueño de la imprenta, el ciudadano Francisco Benavides, se repasa en términos de humor estas disputas y las ocurrencias de los alcaldes de los pueblos limítrofes de la capital, símbolo de la tiranía y la corrupción de los Borbones. Hay que recordar que el Fernando VII había girado una visita a Getafe en 1817 donde conoció la iglesia de la Magdalena, el colegio de los PP. Escolapios y el Hospitalillo de San José. Los dos alcaldes, el del estado general y del estado noble invitaron a comer al monarca con productos de la tierra. Como la comilona fue en enero, y no había habas, alcachofas ni trigueros, suponemos que el rey se atracaría sobre todo de chacinas de puerco, cordero y perdices sin hacer mucho caso del acompañamiento a base de coles, patatas y otras verduras de invierno.
Eran tiempos difíciles para los hombres y mujeres del medio rural. A mediados de 1820 se declaró una epidemia de fiebre amarilla que se localizó en varios puertos andaluces y que se extendió por todo el país. En Getafe, como en otros lugares, se dieron normas para evitar la propagación de la epidemia; Getafe era un lugar de tránsito en el camino de Madrid a Toledo, así que se exigía pasaporte especial para moverse y obligación para los propietarios de tabernas y mesones de comunicar el nombre de los viajeros con detalles de su procedencia y destino. Nada nuevo bajo el sol de este invierno después de 200 años. Están los gobiernos que lo petan.
La obrita de Benavides, que cumple 200 años, se desarrolla, como dice su título, en Getafe y en ella participan los regidores de Getafe —anfitrión y presidente del congreso—, Vallecas, Pinto, Leganés, Fuencarral y Chamartín; junto a los políticos aparecen algunos personajes populares de Getafe como el escribano del Ayuntamiento, un hidalgo, Chivito el herrador, la hija de este último, la mujer de un labrador, alguaciles y, cómo no, el pueblo.
En 1821, Getafe tenía dos alcaldes, como era habitual en la época; uno por la nobleza y otro por el pueblo llano. En la comedia no aparecen nombres, aunque se puede constatar —según el trabajo de Manuel de la Peña— que en 1821 eran regidores Manuel Vergara y Ramón Muñoz, siendo sustituidos antes de fin de año por Damián Serrano y Josef Orozco. Getafe tenía, según el censo de 1801, 2.525 habitantes, cifra que se elevaría en el recuento de 1826 hasta los 2.700.
La obra
El alcalde de Getafe se preocupa por agasajar a sus invitados, los primeros ediles de la comarca, y recabar todas las órdenes «que hayan venido desde que se juró la Constitución, para que veamos si se ha dado entero cumplimiento a ellas, y si no averiguar por qué no se ha hecho, a fin de que el Congreso tome severas providencias contra los infractores de las leyes». El escribano le contesta que «mucho rigor es ese, no conviene que sea tanto: el pueblo puede disgustarse y sucederos algún chasco; y además que este año manda usted y el que viene mandará otro. A mí nada me importa —le responde el primer edil—, que me llamen cruel, si quieren; obre yo con la ley en la una mano y el palo en la otra».
El escribano resume la sabiduría popular: «Sí, pero en todos los pueblos y ciudades sucede lo que yo digo; nadie quiere enemistarse con los demás por un año o dos que le toca la suerte, sino tratar de aprovecharla y granjearse amigos para cuando deje de ser regidor o alcalde».
—Ya lo veo; así va ello; así los enemigos del sistema constitucional dicen que ¿qué se ha adelantado? que la policía está en más abandono que en la época anterior; que hay más ladrones y ocios ¿y por qué? porque los de los ayuntamientos no vigilan, ni miran los intereses de los que los han nombrado, como si fuesen suyos propios…».
La mujer del labrador requiere al herrador sobre la algarabía. «Tío Chivito ¿no sabrá usted decirme qué es lo que hay hoy en el pueblo, que todos andan alborotados?». El herrador está informado: «Ah, Teresa, gran función se prepara. Los alcaldes de los pueblos inmediatos se reúnen todos en este pueblo para celebrar un gran Congreso».
—¿Y a qué fin es esta reunión?
—Para tratar asuntos de la mayor importancia en beneficio de todos los pueblos; y pues que ya hemos sacudido el yugo con que nos tenían oprimidos la capital, es necesario hacer conocer a tanto caga-tinta como en ella se encierran, que los aldeanos saben bien que valen más que ellos, pues que trabajan para mantenerlos.
—Yo siempre me presumo que no se hará nada bueno: todos son unos jumentos y no entienden de Congresos ni de zanahorias. Vaya, vaya que ahora se han hecho de moda tales Congresos.
El herrador le da su opinión sobre un asunto particular: «era de la opinión que se juntase con su marido y dejara el trato con ese señor de la ciudad, no sea que el Congreso lo sepa y tengas que sentir». La mujer se ha separado por que el marido no es capaz de mantenerla.
El pueblo se arremolina para ver la entrada de los alcaldes. «¿Quién será aquel que viene en aquella burra, que parece un pollo arrecido? El señor alcalde de Vallecas», le responde el herrador. El alcalde de Vallecas, que llega empapado y cabreado encima de la burra, va acompañado por el alguacil que tira del animal; reniega del congreso por el frío que hace. La burra ha tropezado antes de Getafe en un río que lleva una cuarta de agua, se supone que el Manzanares, bautizando al primer edil vallecano de los pies a la cabeza. Lo primero que ha de tratar en juntándose el Congreso es que se haga un puente en donde me he caído». El alcalde de Fuencarral también aparece sobre un asno con el alguacil a las ancas. «Apéate, majadero, que hay gente ya por aquí ¿y qué dirán si ven al alcalde de Fuencarral con el alguacil a las ancas?». El alcalde de Pinto aparece a caballo. La mujer del labrador le espeta, ¡que poco respeto a la autoridad!, «es muy fachendón su merced, y parece un huesario el caballo. ¡Calla Teresa —le dice el herrador—, que es un padre de la patria!».
Ya se dirigen todos al Ayuntamiento. Teresa intuye que la estampa de los regidores tiene que ver con el contenido de los discursos. «Vamos a oír rebuznar a estos jumentos, que de tales cabezas tales sentencias».
Sin embargo, el herrador está convencido de que con el Congreso se van a concluir todas las injusticias y castigar a todos los seductores que se burlan de la pobreza. Se dirige a un hidalgo que se muestra sorprendido. «Sí, a usted me dirijo, a pretesto [sic.] de haber querido burlarse de mi infelicidad; pero el Congreso de los señores Alcaldes vengará mis injurias, pues ya se acabaron los privilegios exclusivos; que así, o se casa usted con [mi hija] Juliana, o me quejo altamente al Congreso».
—Vaya, vaya que aún no ha olvidado usted esa tontería ¿No conoce usted que un descendiente de los Abencerrages no puede emparentar con la hija de un albéitar?
—Si usted es Abencerrage, yo soy un ciudadano español, pobre pero honrado, y este título vale más que cuantos ha inventado la vanidad y el capricho de los hombres».
Ayuntamiento de Getafe con una mesa y bancos. Salen los alcaldes con sus varas largas, y los alguaciles delante con las cortas. Empieza el Congreso sin que los ediles tengan claro el objetivo de la reunión. El regidor de Getafe empieza a justificar la convocatoria asegurando que como no ha tenido la ocasión de felicitarles las pascuas hasta ahora, «se las desea muy felices en compañía de las señoras alcaldesas, muchachos y demás prendas de su estimación, con fomento de su labranza y bestias de labor». El alcalde de Vallecas relata su llegada apresurada y su bautizo en el río. El alcalde de Fuencarral también muestra su obstinación: «Hombre de los demonios, usted se ha vuelto loco sin duda. No tenía mas que mandar al alguacil con una esquela diciendo que nos deseaba felices pascuas».
—No soy costal que me vacío de un golpe —dice el alcalde de Getafe después de tocar la campanilla—, no es para dar las pascuas para los que os he convocado, sino para asuntos de la mayor importancia.
El alcalde de Getafe hace un discurso que le ha escrito un sobrino militar arremetiendo contra los ricos, los nobles y los señores de la ciudad que viven a costa del labrador. El de Vallecas arremete contra el clero, «la clase que más nos ha llenado de aflicción y desconsuelo». El edil vallecano, en su defensa de la agricultura, arremete contra el diezmo y proclama que el «título más honroso de un español es del de ciudadano» proponiendo que el congreso «declare la guerra más abierta a tanta sanguijuela del estado, que se alimenta a nuestras expensas [sic». Y después de unas palabras del presidente, el alcalde vallecano insiste: «me parece lo más acertado, que reunamos nuestras fuerzas y marchemos a conquistar la capital, trayendo prisioneros a todos los vagos, serviles y gente de mal vivir que hay en ella.
El alcalde de Fuencarral asegura que eso «de lo que han hablado es un disparate y que si ustedes o algún otro pueblo lo aprueba, desde ahora le declaro la guerra abierta». El de Chamartín le recrimina que lleva todo el rato durmiendo y ahora sale con esas. Pues nos uniremos todos tomando las medidas hostiles que estén en nuestras manos». El de Fuencarral no se amilana: «¿No ven ustedes, señores míos, que traer prisioneros a todos es contra la Constitución puesto que son ciudadanos?».
La última propuesta es «echar mano a todos los vagos y serviles, pues que solo lo son por no querer trabajar, y sí vivir a costa ajena, entregarlos a los puebles para que aren, caben y no tengan tanto lugar de pensar en conspiraciones y chismorreos». El alcalde de Fuencarral dice: Sea lo que ustedes quieran; yo necesito unos cuantos para desmontar la cuesta de mi lugar y empedrar las calles. Todos al unísono: Aprobado. Así el Congreso de los Alcaldes aprueba la guerra a la capital y empiezan a discutir sobre la declaración, la estrategia y las primeras acciones. El alcalde de Getafe propone que su sobrino, militar que entiende de campamentos, toma de plazas y todas esas frioleras, arregle el plan a a seguir.
La gente entra al salón de plenos. El alcalde de Getafe pregunta si hay alguno que tenga que exponer alguna cosa, que hable. «Señores, yo soy el herrador del lugar; no tengo más bienes que el banco y la vigornia [sic. bigornia: yunque con dos puntas opuestas]; soy pobre, pero honrado; tengo una hija,…».
El Congreso de los alcaldes tendrá que tratar algunos problemas domésticos del pueblo anfitrión como la separación de Teresa de un hombre que no la puede mantener o la seducción de la hija del herrador por un hidalgo.
El librito tiene 32 páginas y se lee en un breve aunque divertido suspiro. Aquí se puede descargar:
EL CONGRESO DE LOS ALCALDES EN GETAFE