Pepe Carballeira hizo el viaje hasta Alcalá la Real casi de un tirón en su viejo Renault. Solo paró para echar gasolina y tomar un café. Eran poco más de las once cuando llegó a la capital de la sierra sur de Jaén. La silueta de la fortaleza de la Mota, aupada por hileras de olivos, se erigía sobre la ciudad con un atractivo irresistible. Aparcó y entró en el bar donde había quedado con su amigo Tomás Campos, responsable de que estuviera allí; para un trabajo del que no sacaría ni un duro. Tras dejar Barcelona, no se sabe si definitivamente, intentaba sobrevivir como detective privado en Madrid. Cuatro jubilados dejaban pasar el tiempo en una mesa tomando anís y jugando a los naipes; la televisión estaba encendida sin volumen y en los pequeños altavoces sonaba música flamenca. Pepe Carballeira se había desplazado hasta Andalucía desde su cuartel general en Madrid, un cuchitril que le servía de oficina y de vivienda, para investigar la muerte de un dirigente local del Partido Comunista, una organización embarcada durante los últimos tiempos en un mar embravecido de siglas, naufragios y oportunistas.

Carballeira se había mudado a Madrid después de la espantada de Rosario. Se habían separado sin alharacas ni reproches, pero habían puesto punto final a una larga amistad en la que el sexo tenía una consideración menor; no se sabía si ella se compadecía de él, o que él cumplía de vez en cuando con ella. Rosario abandonó las citas con algunos de los más preclaros representantes de la enmohecida y anquilosada burguesía catalana, vendió el piso donde ejercía de cortesana de lujo y se trasladó a Camprodón donde montó una tienda de souvenirs, como llaman los franceses —que están a tiro de piedra— a los recuerdos turísticos. La pequeña tienda acogía artículos destinados a retener en la memoria el paso por la zona. Expositores con postales del puente romano, bastones para andar por los verdes montes del Pirineo oriental, auténticas barretinas catalanas y la señera en forma de bufanda, de manta, de pañuelo, de pulseras, de calzoncillos; en fin, un montón de productos y cacharros con la marca distintiva del más arraigado chovinismo catalán. También se podían adquirir productos más efímeros destinados, en general, a llenar la andorga como los salchichones y embutidos caseros de la comarca o las galletas artesanales Birba que se fabricaban en el mismo pueblo desde 1893. La espantada de Rosario provocó también el distanciamiento con Pegasín al que, en los aspectos más frívolos, había adoptado cuando salió de la cárcel. Aquel enclenque se fue a trabajar como pinche a un bistró de Normandía. I adéu amic, adéu.

Mientras esperaba en un mesón del centro al amigo que le había reclamado la ayuda profesional, Carballeira consideró la posibilidad de tomar fuerzas con un pequeño almuerzo. Tenía buena pinta. Pidió un vinillo del terreno y un bocadillo con tomate, aceite, lomo de la orza y pimientos fritos. Antes de acabar con aquel descomunal y pantagruélico emparedado, llegó Tomás.

—Hombre Carballino. Dame un abrazo.

—Ya sabes que no me gusta que me llamen así. Por mi apellido no soy un roble, soy un bosque.

—Vale Pepe. Era una broma cariñosa.

—¿Qué tal todo? ¿Están más calmados los ánimos?

—Todo lo contrario. El pueblo está soliviantado. Lo que está claro es que a Gonzalo lo han asesinado. Los primeros indicios y el informe del forense ratifican que murió envenenado.

—¿Qué quieres tomar?

—Un resolí, por favor —dijo Tomás.

—¿Pero eso no es típico de Cuenca? Un licor de café, ¿no?

—El resolí es típico de Jaén. Es un licor de café a base de aguardiente seco, café fuerte y azúcar, aromatizado con clavo, canela, cáscara de naranja o limón, hierba luisa, etc.

—¡Que sean dos, amigo!

—¿Cómo lo llevas por los madriles? ¿Todavía sigues en la nómina del CCI?

—No, lo dejé antes de que me expulsaran. Además, todo era subrepticio, como es lógico, pero caótico, con un montón de burocracia para justificar el dinero negro que recibía y que, con todos los enredos políticos, no me compensaba. Amo la libertad más que el dinero.

Pepe Carballeira había sido reclutado por el CCI, después de regresar a Barcelona desde los Estados Unidos donde, según él, había trabajado para la CIA. Las siglas del CCI respondían al presuntamente secreto y clandestino Centro Catalán de Inteligencia que promovía la Generalitat para detectar a los infiltrados españolistas en todos los ámbitos de la nación catalana y en labores de contrainteligencia. Se buscaba a la quinta columna del estado español, a los emboscados castellanos, para neutralizar su acción política.

—Bueno, como te dije por teléfono la investigación está a cargo de la Guardia Civil, aunque andan como pollo sin cabeza. Además, está el poco interés que se han tomado por el asunto en estos diez días. Ya sabes, Gonzalo era comunista.

—Luego haré una visita al cuartel. ¿Qué se ha filtrado del informe forense?

—El médico forense es amigo mío. A pesar del secreto del sumario decretado por el juez, el doctor Mudarra te informará de todo. Es un hombre de izquierdas. Estamos seguros de que se quiere dejar impune el crimen. Hay motivos para sospechar de una pequeña conspiración política.

—De acuerdo, me acercaré a verlo ahora, si es posible, y luego me pasaré a ver al teniente de la Guardia Civil.

—¿Quedamos para comer? He reservado en un sitio estupendo. Al menos te debo eso. Quedamos a las dos y media al principio de la calle Real, junto a la fuente de la Mora.

—De acuerdo.

Pepe Carballeira se entrevistó con el forense. Gonzalo de Montellano había muerto envenenado. Según el informe toxicológico, el colapso del organismo del dirigente se debió a la ingestión de una buena ración de setas venenosas. No se había identificado con exactitud la especie con los restos que tenía en el estómago, pero sospechaba que se trataba de la seta del olivo y la amanita o la galerina marginata. El estómago estaba irritado de forma enérgica y el hígado afectado por una necrosis fulminante, causa del colapso que le provocó la muerte. Los venenos detectados eran la amatoxina, iludina, lunamicina y muscarina, propios de estas setas que crecen en los tocones de madera, sobre todo en los olivos y que responden en general al cuadro clínico.

Después de hablar con el doctor Mudarra, Carballeira se acercó al puesto principal de la Guardia Civil. El suboficial al mando de la Policía Judicial de la benemérita le atendió al cabo de 10 minutos. Carballeira se presentó como detective privado y amigo de la víctima. Se había desplazado hasta Alcalá para interesarse por la muerte de Montellano. El sargento le aseguró que estaban abiertas todas las líneas de investigación.

—Llegaremos al final del suceso y lograremos identificar a los responsables del presunto crimen, aseguró el sargento Isidro López.

—Creo que murió envenenado por una ingestión de setas. ¿Cómo lo encontraron?

—El día anterior al óbito, el señor Gonzalo Montellano estuvo celebrando la festividad de Nuestra Señora de las Mercedes, patrona de Alcalá la Real, con unos amigos, exactamente ocho personas entre políticos y sindicalistas. El evento tuvo lugar en el campo, en una pequeña arboleda junto al río Velillos, cerca de la Ribera Alta. Allí, todos los presentes bebieron vino y comieron lo mismo: arroz con choto. Ninguno de los asistentes se manifestó indispuesto ni el arroz llevaba setas. Solo el difunto se sintió mareado y, según los amigos, con alucinaciones. Hablaba de forma inconexa. Los amigos pensaron que se le había ido la olla con alguna pastilla.

—Murió en la cama, ¿no? ¿Quién descubrió el cadáver?

—Parece que al llegar a casa después de la comida sintió un pequeño malestar en el estómago y se acostó. Según el forense, el veneno pudo hacer efecto antes de las siguientes veinticuatro horas después de la ingesta. A la mañana siguiente, la asistenta que le limpiaba y ordenaba la casa descubrió el cadáver en el dormitorio. Al llegar a la casa, como siempre hacía, la mujer lavó los cacharros que había en el fregadero y el suelo. Cuando fue a ordenar la cama y ventilar el dormitorio halló el cadáver del hombre rodeado de una vomitona amarillenta de arroz y choto. Montellano estaba divorciado y no tenía hijos.

—Es muy raro. No ha llovido apenas, salvo unas gotas que cayeron a mediados de septiembre, y eso parece insuficiente para que a estas alturas surjan las setas en el campo. ¿Estuvo de vinos antes de irse a almorzar al campo?

—Hemos reconstruido el recorrido que hizo aquella mañana y el día anterior. Estuvo en tres bares con algunos amigos, incluidos dos de los que luego le acompañarían a la comida festiva. En ningún lugar comieron setas. Tal y como habían quedado, a las dos y media, le recogió Tomás y se fueron a comer a un mesón.

—¿Qué te apetece?

—Ya conoces mi predilección por los platos humildes y locales.

El encargado del restaurante le sugirió el pollo a la alcalaína, también llamado a la secretaria, o choto al ajillo; una frasca de vino de la casa y una pipirrana con los últimos tomates de la temporada cultivados en las huertas locales. Mientras saboreaban, uno el pollo y el otro el cabrito, Carballeira le resumió sus pesquisas.

—El sargento de la Guardia Civil me ha prometido llamarme en cuanto tengan algo nuevo. Me gustaría hablar con Custodia García, la asistenta doméstica de Montellano por si al sargento López se les hubiera escapado algún detalle, aunque creo que están intentando realmente desentrañar el suceso. ¿Crees que había alguna relación, más allá de lo laboral, entre Montellano y la asistenta? Lo curioso de este caso es que el protagonista anunció su final fatídico; ya fuera el vino, un porro o pastillas para el coco, Gonzalo Montellano, auguró su propia muerte debido a una conspiración. Eso es lo que ha desatado la barahúnda en el pueblo. La predicción. Sin embargo, a toro pasado y con los datos que se tienen, resulta una conjetura difícil de creer.

—¿Qué tal el trabajo en Madrid?

—Poca cosa. Cuatro casos de cuernos y algún seguimiento de índole laboral. Una porquería.

—Desafortunado en el trabajo… afortunado en amores… —le miró con gesto pícaro Tomás.

—Bueno, desde que se marchó Rosario, nada de nada. Fíjate que cada día me invade más la nostalgia. En verano estuve un día en Ciudad Rodrigo, para ver si podía contactar con uno de mis amores de juventud. Se llamaba Inés. La conocí en un restaurante de Palma de Mallorca. Pero aquello se esfumó como la misma juventud. Por supuesto que no la encontré, y, además, qué le iba a decir. ¿Le volvería a tararear aquella canción? Para que no me olvides. El pasado se ha vuelto neblinoso.

Custodia García, la asistenta de Montellano, apenas le aportó nada nuevo. No había relación física ni sentimental. Ella solo limpiaba la casa y planchaba la ropa. Tres veces por semana. De las dos jornadas anteriores solo supo que la víspera de la onomástica de las Mercedes se fue a pasear, como casi todos los días, por los caminos que separan los olivares.

—¿Es posible que encontrara algunas setas y las cenara?

—No le puedo decir. A él le gustaban muchos los níscalos y los rebozuelos, las tagarninas y las collejas. Pero aún no es tiempo de setas. Y tampoco tenía congeladas; hace mucho que se comió las del año pasado.

—Me gustaría acercarme a la zona donde solía caminar.

Carballeira, por indicación de Custodia, se dirigió a una zona situada detrás de la Mota. Estuvo andando al menos dos horas. Al final, cuando la luz del otoño empezaba a alargar la sombra de los olivos centenarios, Carballeira vio refulgir unas setas bellísimas, de color anaranjado, colonizando el tocón de uno de los árboles. Pues sí. Había setas. Venenosas, aunque susceptibles de ser confundidas con los exquisitos rebozuelos por un aficionado poco experto, de los que están acostumbrados a comprarlas en las tiendas y a comerlas confiados.

Llamó al sargento de la benemérita y le comunicó su hallazgo. El misterio podía tener una solución menos drástica que el asesinato. Es posible que Montellano encontrase algunas setas y, despistado, las cenara el día antes del guiso en el campo. Todos los indicios apuntaban a esa teoría. No había más pistas.

Anochecía. Quedó con su amigo Tomás y le explicó su descubrimiento y la consiguiente teoría. No había conspiración. Y tampoco asesinato. Gonzalo Montellano murió, sin saberlo, envenenado por su mano y su impericia en la ciencia micológica. Antes de irse a dormir al hostal, se fueron a cenar un poco de pan amb tumaquet, queso de cabra de Frailes y algunos embutidos de la comarca.

Por la mañana, con la fresca, regresaría a Madrid. No había más misterios que desvelar en la muerte del dirigente comunista Gonzalo Montellano. Solo le había quedado pendiente una visita a la Fortaleza de la Mota con sus defensas amuralladas propias de un enclave fronterizo, la alcazaba o la iglesia Abacial, pero no tenía tiempo. Otros asuntos le reclamaban en la capital.

NOTA.- Relato incluido en el libro LA COCINA DE ALCALÁ