Nací en una cueva. Vengo a reconocer y explicar mi condición de neonato troglodita o cavernícola. Mi padre se enamoró de mi madre y, llegado el momento de la boda, negoció con mi abuelo materno, Manuel ‘el Roseta’ la ocupación de una covacha que había usado como corral de cabras. El pequeño recinto tenía, y sigue teniendo, una fachada de obra y aprovechaba el hueco que quedaba en la roca de la calle Horno de la Ribera Alta (Alcalá la Real). Lo adecentaron como vivienda y allí empezaron a formar una familia. Mi padre trabajaba como encargado en la almazara local. Catorce meses después de la boda que celebraron un 14 de febrero mi madre empezó a notar que había llegado el momento de dar a la luz, o a la oscuridad alumbrada con candiles, al ser que había engendrado en su vientre con Juanito.
Era 20 de abril de 1959 cuando la noche abría la puerta a otra jornada, pasando de lunes a martes y —sin relojes ni otro instrumento de medida del tiempo—, no pudiendo determinar finalmente si fue el 20 o el 21.En esos instantes de tensión y nerviosismo, rotas las aguas, mi padre salió corriendo en busca de Encarnita la matrona de la aldea.
Mi madre, en aquel trance inevitable, aguantó las contracciones y las embestidas del parto acompañada solo de una de sus hermanas, mi tía Rafaela, madrina a la fuerza. El caso es que el niño, un servidor, nació —según mi madre— como si estuviera muerto; no respiraba. Los primeros azotes que recibí me los dio mi tía empezando a llorar. Así, mi madre, más tranquila por la vitalidad del recién nacido y la hemorragia, se desmayó. Ya no sabemos más. Mi padre, acompañado de la matrona, llegó tarde al alumbramiento. A pesar de ello, el niño y la madre se encontraban bien.
Al poco tiempo, mi padre pensó que sería difícil criar una familia en aquella cueva. Y, tras comprar un pequeño terreno, empezó a construir con la ayuda de sus cuatro hermanos varones, Manuel, Isidro, Antonio y Santiago, una casa nueva para trasladarse y abandonar la vida cavernaria; allí nacería mi hermana Mercedes. Como es lógico no recuerdo nada de mi existencia como troglodita.
Para mi madre la vida cavernícola no era una experiencia nueva; ni ir a buscar el agua en cántaros a la fuente del pueblo, ni recolectar verduras silvestres, ni cocinar al fuego casi de manera prehistórica. Los rosetas, aunque mejor diríamos las rosetas eran conocidas por el mote de su padre, mi abuelo materno, un personaje singular, al que no conocí en persona sino por referencias e historietas. Manuel y Mercedes tenían cinco hijas: Mercedes, Rafaela, Sacramento, Custodia y Manuela. Cuanto más empeño ponía el Roseta en tener un hijo varón más se volvía el destino en su contra; cinco veces la preñez de Mercedes acabó con una nueva hembra en la familia.
El apodo del Roseta se debía a una mancha rojiza que, desde la mejilla, le coloreaba casi la mitad de la cara a causa de un accidente de niño; era de poca estatura física, regordete y, cuando sufría ataques de gota, más cojo que Hefesto, el dios griego del fuego y la forja, más que Esopo el autor de las fábulas, casi tanto como el famoso pirata John Silver, pata de palo en La Isla del Tesoro o, por poner un ejemplo patrio, más que ‘medio hombre’, el héroe naval Blas de Lezo. Cuando le sobrevenía el terrible dolor de los ataques de ácido úrico y le provocaban la cojera por el abuso de las chacinas del puerco, la mancha de la cara acentuaba su color rojizo, se le agriaba el carácter y en su interior bramaban las pasiones más violentas. No eran días propicios para irritarlo o exasperarlo porque entonces destapaba su mal humor y se transformaba con ataques momentáneos de violencia verbal y física, episodios de ira fugaz o arrebatos explosivos.
Manuel Perálvarez no era herrero como el dios griego, tampoco era tan feo, no forjó las armas de Aquiles ni defendió el imperio del ataque de los ingleses. El Roseta se ganaba la vida como barbero; de aquí para allá, en la Ribera Alta, en la Baja y en los pueblos y cortijadas de la comarca, de Alcalá a Frailes, de Castillo de Locubín a La Charilla, a Mures o a Santa Ana. Pelaba a hombres y a mujeres, y afeitaba a los ricos que se permitían el lujo y el placer de un rasurado profesional con navaja. Además de este trabajo intermitente, Manuel cuidaba un huerto que abastecía a su numerosa prole, estación tras estación, con los mejores productos vegetales. Allí sembraba tomates, pepinos, melones, patatas, ajos, cebollas, pimientos, habas o azafrán; también tenía un pequeño gallinero, que le proporcionaba pollos y huevos, algunos conejos y cada año, antes de Navidad, mataba un cerdo. La dieta familiar se completaba con yerbas silvestres como las collejas, espárragos trigueros, níscalos, almendras de árboles enraizados en tierra de nadie, junto a los caminos pedregosos y nueces de los enormes y centenarios nogales que crecían junto al río Frailes o Velillos. Otros productos, además de la ropa o el calzado, como el aceite de oliva, la harina, las naranjas, los boquerones o el bacalao había que comprarlos en Alcalá.
Una tarde de febrero, quizás con motivo del quincuagésimo aniversario de su boda con Manuela, el sargento de la Guardia Civil Juan Alcalá Civantos recordó con nostalgia algunas anécdotas de la personalidad indomable de su suegro Manuel Perálvarez. Mi madre, mi hermana y su marido, mi mujer, mi hijo, mi sobrina y yo, escuchábamos la historia como si fuera un cuento, la vida de un personaje de leyenda.
Todo el mundo en la aldea conocía el carácter áspero del Roseta y se abstenían de discutir con él o provocarle físicamente, incluso viéndole aminorado por su baja estatura. La fama de irascible y de hombre resuelto se había forjado desde su juventud con anécdotas elevadas a la categoría de mito después de relatadas. En una ocasión, recién licenciado del servicio militar, un desconocido intentó burlarse de él. Eran las fiestas patronales que se celebran en junio; de san Juan a san Juanillo. Ya se sabe que el exceso de vino y los buenos modales no caminan parejos. En medio de las conversaciones sobre las peonadas, la recogida de aceitunas o los caprichos del cacique, el desconocido, que se ganaba la vida como jornalero de una cortijada cercana a La Charilla y que le sacaba la cabeza al Roseta, intentó provocarle y reírse a su costa. Se cruzó con él y, de forma distraída, aunque premeditada, chocó contra su hombro para intentar tumbarlo, aunque sin conseguir su propósito.
—Oye tú, enano, ten cuidado por donde vas, —le dijo con la chulería de un reo recién salido de cumplir condena.
—¿Estás abilortado o eres tonto de nacimiento? ¿La jumera que llevas no te deja ver? Eres tú el que debe tener un poco de miramiento, ¿o es que el clarete te ha nublado el entendimiento y no ves por dónde caminas? Parece que estás acostumbrado a tratar con cabras y cabrones y crees que el resto de las personas que se cruzan en tu vida son parte del rebaño a las que azuzar y que, por supuesto, están muy por debajo de tus ojillos de perdonavidas.
—¡Mira el enano jorobado! —exclamó el desconocido con la excitación de un combate fácil y las venas del cuello a punto de reventar— ¡Si el canijo este quiere pelea con Machaquito! Que sepas que me repugna tu aspecto. Tu cara parece el culo de un mono.
Manuel se acercó despacio, con decisión, sin rehuir el enfrentamiento, hasta sentir el hedor a pesebre y vino del aliento de Machaquito. De repente, relució la navaja barbera del Roseta junto al garguero de Machaquito. Los vecinos y visitantes se agolparon excitados para ver la escena que, con los claroscuros que producían la titilante luz de las escasas bombillas de la feria, se mostraba dramática.
—¡Estira el cuello! A ver si ahora, cuando llegues a la altura de la cucaña, te parezco más enano o, por el contrario, de un tajo, te dejo con la misma estatura que yo. Si mueves un solo músculo riego tu sangre por la plaza como si fueras un pollo en la víspera de San Juan; mira que esta navaja afeita barbas más duras que la tuya, bodoque, cagarruta, que vales menos que una mierda de tus cabras.
—Vale, disculpa, ten cuidado con el filo —el hombretón, azorado, hizo un gesto de rendición— déjame que ya me voy.
El Roseta soltó la chaqueta de Machaquito y bajó la navaja, plegándola y volviendo a colocarla entre la faja y el pantalón. El grandullón se dio la vuelta abandonando el corro de gente con la vista baja, humillado en su altanería. Así acabó la feria para el forastero, entre las risas desternillantes, las bromas y los chascarrillos de los vecinos.
En otra ocasión, continuó su narración Juan Alcalá Civantos, discurría el mes de agosto y las plantas del pimiento ya habían florecido. En el huerto, resplandecían como joyas los tomates, los pepinos y los melones. La farándula de gitanos bajaba por el camino que bordeaba el huerto de Manuel. El patriarca del clan caminaba con una guitarra en bandolera, apoyando su paso flamenco con una vara, detrás varios hombres y un chiquillo que sujetaba una cabra de cuatro cuernos con un rústico ataero. Las gitanas, vestidas de negro y con delantales de color pardo, acompañaban a un carro arrastrado por un rucio gris en el que no cabía ni un alfiler. Las mujeres mayores cargaban pequeños fardos hechos con trapos anudados y las jóvenes ya acurrucaban junto a su seno los churumbeles que aún mamaban.
Manuel había oído comentarios del espectáculo callejero de la sorprendente cabra llegada desde Francia que subía a una escalera y bailaba en la tarima del último peldaño al son de las guitarras y las castañuelas; desde que aparecieron por el camino los vigilaba atentamente. El gitano que hacía de guía tarareaba un aire flamenco, mientras algunos cíngaros de la comitiva se adentraron en el huerto para robar las gemas que relucían en el huerto. Manuel salió de la caseta y se dirigió hacia los calés que andaban entre las tomateras.
—¡Alto! ¿Qué hacéis, coño? Los tomates son míos. Salir de la huerta y tengamos el día en paz.
—¡Hombre, payo, buenos días tenga usted!, —dijo uno que ostentaba un bigote decimonónico y unas patillas de bandolero mientras amenazaba con sacar la charrasca que sobresalía de la faja. Solo queremos unos tomates, unos pepinos y unas cebolletas para hacer un gazpacho fresquito con el agua del río…
Manuel no se arredró con el gesto de la mano. Sin inmutarse, sacó un pistolón ante la sorpresa del cíngaro.
—Yo que tú no sacaba la navaja. Eso me pondría nervioso y… no respondo. ¡Coged ocho o diez tomates, cuatro o cinco pepinos y unas cebolletas, y seguir vuestro camino!
—Vale, payo, tranquilo. Muchas gracias. Hace mucho caló y los chiquillos necesitan un rifrigerio… Ya sabe usted, es por ellos.
El Roseta miró como se alejaba el clan. Felices, cantaban casi a coro unas chuflas y otros sones flamencos de alegría.
Al llegar la guerra civil, mi abuelo el Roseta intentó continuar con su vida y con su oficio de barbero, pelando y afeitando a los que aún les sobraba una peseta, sobre todo a los dueños de las cortijadas, a los caciquillos y a los oficiales del Ejército; primero a los republicanos y al poco de liarse la balacera, a los nacionales. Sin embargo, las envidias, el odio reconcentrado de generaciones y las posiciones políticas condicionaban la vida en la comarca. Como en todos los lugares de España, las excusas ideológicas y la espiral de violencia, la ferocidad del conflicto, hizo que proliferaran las venganzas personales, los ajustes de cuentas y los asesinatos indiscriminados. Manuel no ocultaba su desprecio por la deriva de la República y el ensañamiento de socialistas, comunistas y anarquistas contra los que pensaban de otra manera; tampoco comulgaba con los excesos de los fascistas, los patrones y sus secuaces. Al empezar la guerra, algunos de sus vecinos, atizados por el rencor personal le señalaron como enemigo del pueblo acusándole de una supuesta afinidad o simpatía por los militares sublevados. El Roseta sintió el peligro y no tardó en recoger los bártulos imprescindibles, ordenar a Mercedes, su mujer, y a sus cinco hijas que hicieran un hatillo con ropa y efectos personales, enganchó el carro a su mula Gloria, escondió su pistola y se dirigió a una cueva en la serranía donde le habían dicho que podía encontrar refugio. Sin embargo, al llegar comprobó que había tanta gente que parecía imposible colocar un colchón, y menos cinco o seis, o disponer de un sitio para cocinar y comer. Sin esperar acomodo, como nómadas, se encaminaron a otra covacha más apartada e inaccesible de la que había oído hablar y que, seguramente, si no estaba deshabitada, no estaría completa y que contaba también con un manantial de agua, algo imprescindible en su nueva vida de trogloditas. Efectivamente, aunque no estaban solos, allí encontraron su nueva y rocosa morada. Mi madre, entre los vagos recuerdos de su infancia, tenía siete años, la evocaba como la cueva del Gato, una oquedad en la sierra sur de Jaén que había sido albergue de pastores junto a sus chivas y acémilas, sin que nunca haya sido capaz de fijar su ubicación en un plano.
El Roseta y las rosetas se organizaron para subsistir durante más de dos años con lo que producía un escaso huerto ganado al monte a fuerza de azada, con las gallinas que habían rescatado de la guerra y la recolección de hierbas silvestres como acelgas agrestes, de las que crecen junto a los caminos, espárragos trigueros, cardillos, guíscanos, collejas, diente de león o, incluso, ortigas. Manuel se encargaba de hacer algunas incursiones para recoger fruta fresca de temporada y aceitunas para curar con agua del manantial y aliñar con ajo silvestre e hinojo, tomillo, laurel, romero y orégano.
Cuando la estación no producía nada, el Roseta cogía su mula y se prestaba al estraperlo y al contrabando sin afán de lucro, solo para alimentar a su prole. Rutas de muchos kilómetros, incluso atravesando las líneas de los dos bandos, para adquirir aceite, harina, naranjas o bacalao. En cierta ocasión, regresando de una de sus expediciones por los pueblos y aldeas cercanas a Priego y Almedinilla, fue arrestado por una patrulla del ejército de la República. Acusado de contrabando y comercio ilegal, fue conducido a un campo de trabajo. Una veintena de miserables presos se ocupaban como picapedreros y peones camineros en allanar y ampliar una pista de tierra para facilitar el tránsito de tropas y camiones. Los presos estaban custodiados por dos soldados armados con fusiles máuser viejos, cuando menos de la época de la guerra de Cuba. Acabada la jornada, que duraba de sol a sol, la recua de presos era conducida hasta el campamento militar, a una legua aproximadamente, un refugio provisional donde había destacada una compañía mixta de oficiales y suboficiales del cuerpo de ingenieros y jovencísimos reclutas.
Quizás era por el día de Santiago, cuando más aprieta el calor. Manuel tenía 42 años y pensó que no duraría mucho, sin apenas comer y realizando aquellos trabajos forzados, mientras el sudor y el polvo le embadurnaban el rostro de barro, como quien lleva antes de tiempo una máscara funeraria de pobre, una careta cosmética hecha con argamasa amarillenta que le ocultaba la mancha rojiza; y sería mucho peor si lo metían en la cárcel o lo destinaban al frente a la fuerza. Nunca se había visto en una situación tan peligrosa. El infierno le reclamaba. La muerte le acechaba, ahora sin descanso. No dejaba de pensar en la forma de huir y reunirse con su familia.
La ocasión se presentó al cabo de un mes. Cierto día, acuciado por la sed, casi desfallecido, le pidió a uno de los guardias que le diera un poco de agua. El soldado le acompañó hasta el borde del camino, junto a un bosquecillo de pinos donde se cobijaban las mulas para que bebiera una ración. El recluta dejó el fusil apoyado en un árbol para medir una ración de agua de uno de los odres en una minúscula jarrita, como quien destila un escaso y caro brebaje. Sin pensarlo dos veces, sobrecogido por la audacia de su gesto, cogió el fusil y encañonó al joven que, sorprendido, levantó los brazos. Se estaba jugando la vida. Si le pillaban, el destino final sería el fusilamiento o, sin demasiado gasto, el tiro de gracia en la nuca.
—Mira tocayo, no quiero hacerte daño. No grites. No quiero montar una balacera. Yo soy un condenado más que no ha cometido ningún delito. Solo quiero huir y reunirme con mi familia que me espera desde hace un mes sin saber nada de mí. Voy a coger mi mula y desaparezco para siempre. Aquí te dejo tu fusil. Solo tienes que esperar a que esté lejos y volver con los demás. Si quieres, haces un par de disparos al aire y lo denuncias o, de otra forma, te callas y ya saldrá en el recuento de esta noche o en el de mañana: sencillamente faltará un preso. Nadie sabrá nada. ¿No te parece que hay demasiados infelices penando? Espero que te vaya bien. Esta guerra es una locura, una mierda.
Y así, el Roseta pudo escapar de aquella trampa del destino.
Un día se presentaron en los alrededores de la cueva un pelotón de soldados republicanos al mando de un oficial. Una vecina del pueblo, —quizá se trataba, si la memoria de mi madre era correcta, de una tal María la loca— había denunciado que el Roseta, simpatizante de los militares sublevados, tenía una pistola y que era peligroso. Los soldados registraron la oquedad rocosa, las pertenencias de toda la familia y los alrededores sin encontrar la dichosa pistola. Muy a pesar del oficial, contrariado con las inanes pesquisas, tuvieron que marcharse sin poder acreditar las posibles actividades subversivas del Roseta. Su hija Manuela sí conocía el escondite del pistolón; al recordar la anécdota, mi madre expresaba un gesto de satisfacción y melancolía. Manuel había envuelto el arma con un trapo y lo había introducido en el fondo de una zarza, a unos cien metros de la cueva.
—Estas anécdotas son una pequeña muestra de su coraje y de los lances que pasó en su azarosa vida. —dijo Juan Alcalá Civantos mientras intentaba acabar la narración de las fabulosas aventuras de su suegro, Manuel Perálvarez, el Roseta.
—Viudo y jubilado, el Roseta se marchó de la Ribera Alta mudándose a Montijo, en Badajoz donde vivía su hija Mercedes. Allí recalaron también sus hijas Manuela y Custodia. Rafaela y Sacramento se habían casado y vivían, la primera en Granada y la segunda en Andújar. Yo, que estaba enamorado de Manuela tuve que ir a Montijo para reclamarla a su padre y pedirle que nos dejara usar la cueva en la que tiempo atrás encerraba a un pequeño hatillo de cabras.
En aquel momento, Juan Alcalá Civantos, que aún metía la cuchara en la sartén común que se ponía en la mesa de su madre Francisca, ya era encargado de la almazara de la Ribera Alta, un molino que gestionaba la cooperativa aceitera del pueblo. Eran los primeros días de 1958. El 14 de febrero de ese año se casó con Manuela y, habiendo negociado con su suegro la cesión de la covacha, se instalaron en la calle Horno de la Ribera Alta. Aún no había germinado la idea de ingresar en la Guardia Civil, cosa que hizo a finales de 1963 incorporándose a la Academia de Úbeda con el empleo de Guardia-Alumno, firmando el diez de octubre de ese año un oficio ante el teniente coronel del 5º Tercio de la Benemérita, a efectos de “indemnización familiar”, en la que declaraba bajo juramento que estaba casado y que tenía un hijo de cuatro años y una hija que no había cumplido los dos. Cambiar el verde esmeralda del zumo de las aceitunas picuales por el verde Guardia Civil, mezcla de azul y caqui, tenía el firme propósito de buscarse las habichuelas, para él y su familia.
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Después de la presentación del libro La Cocina de Alcalá y de los Perálvarez en Alcalá la Real, hemos conocido otras anécdotas del Roseta gracias a los comentarios de algunos familiares que se entroncan en nuestro mismo origen. Quién se quedó con su pistolón, una especie de revólver con dos cañones superpuestos que según la familia solo cargaba con balas de sal, y qué destino tuvo finalmente el arma. ¿Qué pasó para que fuera desterrado de Alcalá la Real a la localidad cordobesa de Cabra durante dos años? ¿Amenazó y ahuyentó a una pareja de la Benemérita cuando fueron a buscarle a su casa? Bueno, quizás haya que ampliar su historia.
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ILUSTRACIÓN SUPERIOR: Bosque encantado en la ruta de los Zumaques, en Alcalá la Real. Esculturas sobre piedra realizadas por Vicente Moreno a finales del siglo XX. Fotografía original tomada por José Morales Llopis y retocada digitalmente por el autor.