Viernes 9 de marzo de 1923.
 

Hacia el mediodía aparecieron en el Juzgado de Getafe los médicos forenses Lejárraga y Urquiola, con los rostros serios, exhibiendo una mueca de desagrado y hastío; y con su nuevo informe, se suponía, a buen recaudo en el maletín de cuero negro. Tras un una breve espera, llegaron también los dos inspectores del Cuerpo de Vigilancia, Rajal y Voyer. El secretario del Juzgado los hizo pasar al despacho del juez. La reunión empezó sin demora ni preámbulos.

—Señores, buenos días a todos. Seamos breves. Ustedes dirán —se dirigió a los doctores—, ¿han traído el informe que les pedí?

—Sí, por supuesto; sin embargo no llegamos a comprender las dudas surgidas. Tras mucho pensar y debatir entre nosotros, no llegamos a entender los motivos de esta petición. Ya habíamos emitido un informe suficientemente claro y conciso. ¿Hay algún experto que piense distinto a lo que hemos dicho? Nosotros, tras una detenida revisión, nos ratificamos totalmente en lo establecido en nuestro informe inicial. Los primeros restos son, sin lugar a dudas, los pies de una persona. Creemos firmemente, y así lo aseguramos, que no hay margen para el error. Uno de los fragmentos es un pie izquierdo de la talla 32 y perteneció de manera irrefutable —y recalcó Lejárraga, vocalizando de manera exagerada—, de manera in-con-tro-ver-ti-ble, a una mujer joven. Este pie está completo, con músculos, tejido adiposo y piel. Tiene las falanges algo viciadas hacia abajo debido, obviamente, al uso de calzado estrecho con tacón alto.

»El otro es, evidentemente, el pie derecho; le faltan el hueso astrágalo, el calcáneo y una falange de los dedos gordo, segundo y quinto. En cuanto al tercer resto, como ya dijimos el miércoles pasado, no podemos avanzar un parecer definitivo. Las deformidades que presenta nos hacen dudar que sea una mano como se afirmó en un principio. Los dedos aparecen unidos por tejidos celulares y el conjunto presenta la apariencia de pertenecer a un animal palmípedo. Ya lo hemos enviado al Instituto de Medicina Legal para que, con más medios, lo estudien, lo midan y emitan un juicio que a nosotros sin el material necesario para su observación minuciosa se nos escapa.

—Señores —dijo el juez, haciendo un gesto con la barbilla en dirección a los agentes de la policía gubernativa—, ¿tienen algo que añadir?

Gregorio Rajal, sin levantarse de la silla, empezó su intervención intentando rebajar la tensión de la reunión. Los dos médicos arrojaban chispas en sus miradas.

—No crean, señores, que existe desconfianza. Pienso que ninguno de los presente tiene reticencias personales ni se duda de su profesionalidad. Ustedes lo han dejado claro. Evidentemente, y en eso sí estamos de acuerdo, el tercer resto no pertenece a un cuerpo humano. Solo pretendíamos, con esta reunión, dilucidar si los tres restos pertenecen al mismo ser. Quiero decir que, estando de acuerdo con ustedes en lo dicho, si el tercer resto perteneció al mismo cadáver, evidentemente, no estaríamos hablando de un crimen. Ni de una mujer.

—Por nuestra parte está claro. Los pies pertenecen a una persona joven del sexo débil.

—Esta mañana hemos podido leer en la prensa muchas tonterías. Sin embargo, hay un dato que nos ha sorprendido y que no hemos terminado de comprender. ¿En qué lugar de su informe, o existe algún anexo que desconocemos, se asegura que los pies tienen numerosos cortes de cirujano realizados por mano inexperta con un bisturí, como si esas extremidades hubieran servido, de manera repetida, para prácticas de los alumnos de medicina? Hasta esta mañana, este detalle era desconocido para nosotros. Y para colmo nos enteramos por la prensa.

—En ningún momento —contestó airado el doctor Lejárraga—, en ningún momento hemos asegurado tal extremo. Los únicos cortes que se han realizado en los dos pies, los hicimos nosotros durante su análisis. Dado que tal cosa publicada hoy es falsa a todas luces, inventada quizá sin mala intención aunque podría alterar la percepción que tienen las personas ajenas del caso, sí quisiéramos que se solicitara por parte del juez instructor una rectificación. Los pies se cortaron del cuerpo de un solo tajo y, estamos prácticamente convencidos, mientras la víctima estaba con vida.

—Eso es atroz; sin duda, la acción de un sádico… —comentó el agente Rajal con gesto incrédulo, como quien le sigue la corriente a un loco.

—Así se hará, señores —intentó zanjar la polémica el juez—. ¿Estamos, pues, de acuerdo con el informe?

—Nosotros, señores, tendrán que disculparnos. Aún mantenemos alguna incertidumbre sobre la identificación de los primeros dos restos. No pretendemos denostar el trabajo de los apreciados doctores de Carabanchel. Sin embargo, como saben ustedes, desde hace unos años, la técnica forense es una de las asignaturas más exigentes de la Escuela de la Policía Gubernativa. Albergamos ligeras dudas sobre el informe final, incluso aceptando que se trate de una talla 32 y que le falten algunas falanges. La morfología del pie que está completo nos impide sumarnos totalmente al diagnóstico o veredicto emitido. En todo caso, sí nos gustaría que se dejara abierta una línea en la investigación por si acaso todo este embrollo no fuera el resultado de un crimen y, si me apuran, ni siquiera hubiera un cadáver humano. ¿No es posible un informe del Instituto de Medicina Legal de todos los restos o de otro forense?

Los forenses se levantaron como dos resortes. Lejárraga, con la cara colorada, empezó a echar espuma por la boca; la saliva le borboteaba y le dibujaba en las comisuras de los labios un reborde blanquecino. Urquiola se volvió a sentar sin decir una palabra. El que llevaba la voz cantante era Lejárraga que contestó en tono áspero, casi ronco, a lo que consideraba una ofensa mirando al juez de instrucción. Era como un partido de tenis por parejas: Rajal y Voyer contra Lejárraga y Urquiola. El árbitro era el señor González, de la federación gallega.

—Señoría, esto es inconcebible. ¡Mala hora! Ahí tiene nuestro informe. Nos reiteramos en lo dicho y nos ratificamos en nuestro primer informe. Ustedes —miró de manera despectiva a los dos policías— podrán estudiar durante algunos meses, incluso un curso, nociones de medicina forense, pero de ahí a cuestionar nuestro trabajo va un trecho que sugiere no solo desconfianza, sino otras cuestiones que no queremos valorar… Señoría, si usted quiere otro informe, no se hable más, pero… Eso no hará que cambiemos de opinión y que nos bajen del burro por no se sabe qué intereses políticos o publicitarios.

—¡Señores, calma! Señores, haya paz. Aún no está resuelto el caso. Y deberíamos centrar todas nuestras energías en la búsqueda de pistas y no en discusiones estériles.

—Según consta en la Dirección General de Orden Público, a día de hoy, en los contornos del descubrimiento no ha desaparecido ninguna mujer joven, ni vieja, de modo misterioso; y  de otros lugares de España que coincida con las características que se indican tampoco se tiene noticia —precisó el agente Rajal.

—Señores, luego, a primera hora de la tarde —empezó a concluir la reunión el juez— quisiera volver al vertedero para realizar otra inspección visual, a pesar de los arduos y minuciosos trabajos de la Guardia Civil, por otra parte, del todo infructuosos.

—¿Nosotros…?

—Ustedes no se enfaden —intentó distender la expresión de los forenses—. No hace falta que nos acompañen esta tarde. Si les necesito, les avisaré. Ahora, vayámonos a almorzar.

Cada mochuelo a su olivo —pensó el juez—. Con esto del ayuno de los viernes de cuaresma tengo una gazuza del carajo. A esta hora, el vientre me aprieta, se encoge y me grita: Manuel, galleguito, mira compañero, deja esos huesos y piensa que desfallezco por unas berzas de vigía o unas papas con pescado y pimentón… Era, según se mire, pecado de gula o placer de dioses.

—¡Ea, señores! Lo dicho, a por la pitanza, sin tregua ni tardanza —se despidió Manuel González de los dos médicos de Carabanchel y de los dos agentes de policía.

Tras la comida, el titular del Juzgado de Instrucción de Getafe acompañado del juez municipal de Carabanchel, don Manuel de Lucas, del secretario del mismo Juzgado Señor Igartúa y del inspector don Enrique Voyer, se personaron en el vertedero del Blandón para la práctica de nuevos reconocimientos. La labor de verificación fue minuciosa pero, desgraciadamente, no dio ningún resultado satisfactorio.

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A las seis y media de la tarde el juez de Instrucción dio por terminadas las diligencias, regresando a Getafe. Allí le esperaba el agente Gregorio Rajal. Entraron al despacho y el juez le disparó a bocajarro:

—Ahora que estamos a solas, usted y yo, me dirá cuáles son sus conclusiones del examen visual de los restos encontrados. A ver si me aclaro y cojo el hilo correcto para tirar de este condenado carrete.

—Si me lo permite, prefiero no adelantar acontecimientos.

—Carajo. Usted insinúa que los restos no son humanos y, sin embargo, mantiene una actitud aséptica, prudente, demasiado prudente.

—Voy a enseñarle una cosa, señoría —el agente Rajal extrajo de uno de los bolsillos de su chaqueta una gran lupa con el marco de latón dorado y el mango de nácar rosado; el policía hizo ademán de dirigirse hacia los botes que contenían los restos—.Tome y mire usted mismo, a ver qué le parece.

La lupa mostraba los restos gelatinosos de uno de los pies de la presunta doncella con tal detalle y blanquecina exactitud que provocaba un poco de grima y repugnancia. El juez repasó con la lente la parte visible durante unos breves instantes.

—¿Qué ha observado?

—Yo diría, por lo poco que sé de mujeres, que esta señorita no se depilaba. ¡Era una mujer peluda!

—A eso, precisamente, y a algo más nos referíamos el agente Voyer y yo. A poco que se observen los restos con detalle, cualquiera se percata de que tenemos tres extremidades con quince dedos, igual de largos, y que ninguno es pulgar. ¿Cómo es posible? Claro y en el botella. No son humanos. Más no quiero aventurar, de momento, ningún informe oficial. Para eso están los médicos forenses… Al menos los buenos, los que aprovecharon sus días en la Escuela de San Carlos.

A última hora, antes de abandonar las dependencias municipales y dirigirse hacia su casa, Manuel González dictó algunas providencias de carácter reservado que los periodistas no pudieron averiguar. También conferenció con el teniente de la Guardia Civil, D. Alberto García Fontanil, para transmitir y recibir las novedades del caso. De la larga conferencia también se guardó la reserva oportuna. Parece que nadie quería soltar prenda de un caso que alarmaba a la opinión pública. Sin embargo, los periodistas hacían cábalas suponiendo que la conversación giró en torno a los atestados realizados y a las citaciones de los traperos y buhoneros previstas para el lunes.

Luis de Sirval llamó por teléfono al Juzgado de Getafe desde la redacción del periódico La Libertad para intentar sonsacar alguna novedad o contrastar algunos detalles del caso. El secretario le aseguró que el juez ya se había ido a su casa, pero que tenía una información o, mejor dicho, una petición de rectificación que hacerle llegar de parte de los médicos forenses; igual que al resto de redacciones de Madrid. Por lo demás no había nada nuevo. El periodista insistió; de todas maneras pretendía una entrevista con el juez. La alarma social había empezado a extenderse con críticas, aún tímidas, a la labor policial, a la judicial, incluso a la periodística. España cenaba con un debate sobre los huesos del Terol.

—Ciertamente. Pero la entrevista, no podrá ser hasta la semana que viene —le aplazó el secretario—, yo se lo transmitiré en cuanto pueda, aunque el lunes es un día bastante complicado. Están llamados a declarar numerosos testigos del barrio del Terol y los interrogatorios nos ocuparán casi todo el día. Usted me llama a primera hora y le doy la respuesta de su señoría.