Miércoles, 7 de marzo de 1923. Carabanchel.

Tras el almuerzo se personaron los dos médicos titulares de los Carabancheles. El informe de los galenos era concluyente: en él se dictaminaba, tras un minucioso análisis y sin ningún tipo duda, que los restos correspondían a una mujer joven, de unos dieciocho años. Así lo hace suponer el tamaño, forma, estado de la piel y otras particularidades, que «desde luego —concluían los dos médicos—, el examen microscópico y un análisis detenido comprobarán plenamente». Por el estado de descomposición en que se encuentran, suponían, que las extremidades llevaban enterradas aproximadamente un mes. Según los dos facultativos, la deformación de los pies se debía al uso frecuente y prolongado de zapatos pequeños con los tacones muy altos. De esta primera inspección, dedujeron que fueron cercenados cuando la víctima estaba aún viva. Con respecto al tercer trozo, semejando una mano del mismo cuerpo pero no atreviéndose a certificar este extremo, recomendaban su envío al Laboratorio de Medicina Legal de Madrid.

Tras ordenar esta última diligencia con el trozo no identificado suficientemente, siendo las seis y media de la tarde, el juez instructor dio por terminados sus trabajos en Carabanchel regresando a Getafe. Estaba anocheciendo cuando el juez y el secretario, tras devolver el automóvil en el cuartel de Artillería, se despidieron hasta el día siguiente.

Miércoles 7 de marzo de 1923. Getafe

Manuel González se dirigió a su casa, desviándose de la calle Madrid, la calle principal del pueblo a fuerza de ser el camino obligatorio entre la capital y Toledo, en la misma Plaza del General Palacio. Dejó a un lado la Iglesia Chica mientras caminaba con paso rápido hacia la plaza de Canto Redondo y la calle de la Magdalena. Al llegar a su domicilio, el juez titular de Getafe besó a su esposa Mariña y a sus tres hijos, dos hembras y un varón, que le esperaban, como todos los días de diario, aseados y listos para la cena familiar. Manuel y Mariña se habían casado hacía diez años en la iglesia vieja de Ginzo bajo la advocación de la mártir Santa Mariña cuya fiesta se celebra, santo y cumpleaños de su mujer, el día 18 de julio. A él, sin embargo, le gustaba llamarla Maruxa.

Rápidamente se cambió el estricto traje negro que solía vestir fuera de su domicilio por una cómoda y alegre bata de seda china. La casa olía de maravilla, casi como la de su madre, allí en la aldea. Hoy tocaba el exquisito guisado de pulpo con arroz y papas de su tierra, una receta andaluza que cerca de Granada se cocinaba con boquerones y azafrán y que en la particular versión de los González se habían sustituido por el pulpo y el pimentón, recuperando, de manera casual, la esencia y el alma de la gastronomía gallega.

Cuando el juez entró en la cocina, su mujer estaba de espaldas; se quedó callado observándola de arriba abajo. Mariña se volvió suavemente, con un ligero movimiento de cintura, y encontró a su marido mirando fijamente hacia sus zapatillas, con la vista anclada en el suelo, absorto.

—No son nuevas. Ya deberías haberte dado cuenta. Las tengo desde la última Navidad. Y no fueron los Reyes Magos de Oriente…

—Ya, ya… No es eso. Estaba pensando en los pies pequeños de las mujeres…

—No seas picarón…

—Todo lo contrario. Es el trabajo. Ayer por la tarde me comunicaron el hallazgo de unos restos humanos en Carabanchel.

—¡Qué horror!

—Hoy tuve que desplazarme hasta ese barrio para dar inicio a las diligencias del caso. Por eso no he venido a almorzar. Se trata de dos pies y acaso una mano de una mujer joven, al parecer cercenados en vida, no imaginamos siquiera el cómo ni el porqué, suponemos solo que de manera atroz. Bueno, el caso es que los restos encontrados estaban excesivamente arqueados y desarticulados. Los médicos de Carabanchel achacan las deformidades de los dos pies al uso frecuente de zapatos demasiado pequeños, quizá una talla o dos menos que lo necesario, y con el tacón muy alto. Como a ti te gustan tanto los zapatos con tacones altos y finos, observaba…

—¿El qué? ¿Es posible que ellos puedan saber que esa desgraciada usaba zapatos pequeños y con tacón alto solo con ver unos huesos desarticulados? Puede que sea un crimen terrible, una ferocidad propia de algún demente, pero de ahí… a aprovechar el crimen para criticar la moda y la vestimenta femenina, va un trecho. Más parece que a esos medicuchos tuyos de tres al cuarto les molestan las mujeres elegantes, con bonitos, altos y afilados zapatos. Ya sabes cuál es mi prenda favorita y la que elegiría cualquier mujer antes que un traje, incluso antes que un sombrero, en un bonito día de compras. ¿Cómo se podría acudir al teatro o a la zarzuela sin un par de excitantes zapatos? Es ahí donde empieza la percepción masculina de lo femenino, y de ahí, subiendo despacio, con avidez, intentando prolongar las curvas estilizadas del zapato a las piernas y al cuerpo de la mujer, hasta el sombrero. ¡No sin mis zapatos preferidos! No es vanagloria ni presunción. Hay algo que va más allá de lo puramente llamativo, del reclamo, de la coquetería. El alma de una mujer tiene forma de zapato, con la punta roma o aguda, tan altos que producen vértigo, o bajitos, a ras de tierra, con el tacón afilado como un estilete, o anchos como la torre del oro de Sevilla, grandes como albarcas de pastor o pequeños como zapatillas de geisha. Esos médicos son… ¡tontos!, cariño. Dejemos este tema y vayamos a la mesa. Dejemos para mañana esos horrores, a los asesinos, a sus jóvenes y pobres víctimas y a lo que podría ser un crimen pasional por culpa de un par de zapatos seductores.

—¿Te burlas?…

—A lo mejor de tus sagaces doctores. Pero no del suceso. Rezo, desde ahora, para que descubras al asesino, lo juzgues y lo mandes lo más rápido que puedas al garrote; eso sí, después de cortarle los pies y las manos en vida y arrojarlos a un estercolero para que los devoren los perros.

—¡Carallo, Maruxa! No creo que podamos llegar a tanto, pero vayamos a la mesa, pues, y dejemos para mañana ese truculento asunto.

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Capítulo 14 del libro Las Muecas de los días