“Il y a un poême a faire sur l’oiseau qui n’a qu’une aile”. Apollinaire

El café, desnudo de gente y luz, está triste; por sus paredes oscuras corren los fantasmas de la última noche, del día anterior, del otro mes…

No hay música; tampoco tertulias. Una angustiosa soledad aprisiona los retratos de los ilustres pensadores, escritores, músicos y pintores que se miran entre sí, sin decir nada, en la sórdida penumbra del olvido.

Todavía recuerdan a las gentes que los examinaban intentando adivinar sus nombres, al príncipe sucio y sin dinero que los clasificó en categorías indefinibles según sus apariencias; al señor de la gabardina azul; a Pepe que dijo que había nacido en Oklahoma, en la cuna del viento. Sin duda, escucharon conversaciones para volver a escribir una comedia humana.

Los niños miraban sus barbas, sus estirados bigotes, incluso las gafitas de nácar de ese pintor que se encuentra siempre solo y apartado en uno de los rincones del café. Las mujeres hablaban alegremente de todo y los hombres las miraban mientras la luz amarilla ponía sus reflejos estrellados sobre los vidrios, sobre los espejos y sobre las pulidas y húmedas superficies de las botellas. El agua corriente y el ruido de las cucharillas emitían un continuo rumor en el café.

Ahora, en este siglo, nadie se fija en ellos, ni hablan de sus trajes pasados de moda o de su aspecto de carcamales. El polvo se acumula en la parte superior del marco de los retratos y sobre la antes brillante superficie del piano.

El café está solo, abandonado, cerrado. Ya no vienen príncipes, ni mendigos; el amplio salón, sus pasillos, donde rivalizan el ébano y los mejores mármoles, y sus galerías de transparentes ventanales están en la umbría soledad de lo inútil. Apartado, escondido y, sobre todo, demasiado lejos de una ciudad cuyos habitantes transitan por interminables paseos de cristal y se sientan a la sombra de gigantescos árboles de coral multicolor, se va llenando de habitantes nocturnos que poco a poco dejan cojas las preciosas mesas de madera tallada y las sillas delgadas y bellas como hembras.

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Getafe, enero de 1982