[ANTERIOR]

La madrugada del domingo 19 de julio de 1936, la oficialidad del Sánchez Barcáiztegui descubre que el barco había fondeado en Málaga. Un par de auxiliares desembarcan y acuden al Gobernador Civil. Poco después aparece una dotación de Guardias de Asalto con la orden de detención. Los oficiales son trasladados en una camioneta hasta la prisión provincial. Se sorprenden de no haber muerto en el trayecto. Málaga está en poder de las turbas. Media ciudad arde como llena de antorchas. Grupos de gentes descontroladas se acercan a la camioneta con los puños en alto, increpando a los Guardias de Asalto y animándoles a pegarles un tiro a los oficiales.

La calle Larios de la capital andaluza está destrozada, llena de ruinas y los bellos edificios de la Caleta y el Limonar, que hasta hace poco eran palacios, surgían incendiados; algunos ofrecían ya sus esqueletos negruzcos aún en llamas, como rescoldos de un fuego prendido con inusitada virulencia… Las calles perpendiculares a las grandes avenidas habían sido obstruidas por coches destruidos o quemados.
A lo largo del trayecto, la camioneta tiene que parar varias veces. En una de ellas, los Guardias de Asalto contestan a un tiroteo; en otro momento el vehículo se detiene delante de la Casa del Pueblo para un control de milicianos socialistas. Al ingresar en la prisión provincial, durante el primer día, los cinco oficiales del Sánchez son incomunicados y encerrados en celdas distintas; al día siguiente pasan a engrosar la nómina de presos políticos, mezclados con los de la Falange y otros elementos de derechas. Los presos comunes se han fugado o han sido liberados por su supuesta adscripción a la república. La cantidad de presos políticos va en aumento rápidamente. De los cuarenta iniciales a los trescientos, o más, que hay encerrados a principios del mes de agosto.

Las noticias que llegaban durante los primeros días hasta la prisión ofuscaron la mente del comandante del buque que se culpaba él solo del fracaso de la Marina. Pretendía, en su fuero interno, a asumir la responsabilidad de la sedición de las clases subalternas y de la marinería del buque. El comandante Fernando Bastarreche empezó a obsesionarse con pensamientos fijos como que el Ministro de la Marina, D. José Giral, le dejaría morir lentamente en la cárcel. Pensaba Bastarreche que si se volvía loco no podría declarar en el Consejo de Guerra y asumir sus responsabilidades; quería aparecer como único culpable. Lo cierto es que se volvió loco. Sus subordinados, el resto de oficiales alzados, no estaban de acuerdo con esa postura y se mostraron decididos a no dejar solo ante el peligro al comandante y a reconocer su participación voluntaria en los hechos.

El día 25 de julio, festividad de Santiago, se sintió más preocupado por estas ideas obsesivas lo que le hizo desvariar del todo. Y en un momento en el que nadie se percató se arrojó por la barandilla de la galería superior de la prisión provincial. Un milagro fue que la caída de un hombre tan pesado y de la complexión del comandante no acabase con su vida; incluso, parece que ese intento de suicidio le curó de su locura. Al levantarse del suelo dijo a sus oficiales, arrepentido de su mal ejemplo, Hijos míos, no hagáis vosotros esto. El segundo le respondió: Comandante, eso se queda para los japoneses que así van al cielo. El comandante solo tenía la pierna rota. Rápidamente se disculpó por el mal ejemplo que había dado y que podría tacharse por los enemigos de la patria, sin lugar a dudas, como un acto de cobardía. Así, rodeado de los oficiales del buque, fue trasladado a la enfermería. Le atendió el doctor Eduardo M. Martínez, de «derechas». Hasta el final de este triste episodio le acompañó la cojera que le produjo la caída.

El 28 de julio de 1936 la Gaceta de Madrid, Boletín Oficial de la República desde el 1 de abril de 1934, publicaba en su página 878 un decreto de fecha 26 de julio, sin esperar al Consejo de Guerra, por el que se informaba de la baja en la Armada, con pérdida de empleos, sueldos, prerrogativas, gratificaciones, pensiones, condecoraciones, etc. que les correspondan del Comandante Fernando Bastarreche y Díaz de Bulnes, de su hermano Francisco y de otros marinos. Firmado, Manuel Azaña y José Giral Pereira, Ministro de Marina. Al resto de oficiales del Sánchez Barcáiztegui, no se les llega a nombrar en La Gaceta de Madrid.

Consejo de Guerra en el Toifiño

El día 4 de Agosto de 1936 se presenta en las dependencias donde están recluidos los marinos el director de la prisión acompañado del diputado comunista D. Benito Pavón. Les toma declaración un juez que era auxiliar radiotelegrafista, Sebastián Balboa –se lamenta uno de los oficiales–, y al que el gobierno de la República ha nombrado Capitán de Navío, ¡una cosa muy rara!, y otro auxiliar de Oficinas; el auxiliar de radio es hermano del famoso Benjamín Balboa, el radiotelegrafista de la unidad central en Madrid.

Los marinos confiesan casi a diario con el jesuita Francisco García Alonso. Sus familias, la Patria y Dios son aparentemente sus preocupaciones. Poco importa el Rey o la República. Dadas las actuales circunstancias, los marinos no tienen ninguna esperanza. Las noticias que llegan a la prisión son buenas y parecen augurar que finalmente España se salvará del caos en que está sumida. ¿Pero será verdad? Es tanto lo que está en juego, no solo para España, también para los marinos encarcelados. Tan claro tenían los oficiales su destino que cuando jugaban a las cartas, con dinero ficticio, siempre a crédito imaginario, y perdían, decían con humor un tanto negro: fulano le ha ganado tantas pesetas a mi viuda. Ante la tragedia que sacude la patria, sus vidas no valen gran cosa.

El día 10 de agosto, los oficiales del Sánchez Barcáiztegui son trasladados al vapor Sister junto a la oficialidad del Churruca, con los que irán a partir de ese momento unidos hasta la muerte. Son encerrados durante una semana en la bodega de proa, sufriendo este cautiverio más que el de la prisión ya que estaban obligados a limpiar retretes, a carbonear y al baldear la cubierta del barco. El Churruca era un destructor que sí había colaborado activamente con el alzamiento de Franco, trasladando un contingente de Fuerzas Regulares desde Ceuta hasta Cádiz la noche del 18 de julio. Saliendo del puerto de Cádiz, al día siguiente, la marinería se amotinó entregando la oficialidad a las autoridades de la República en Málaga. Durante su encierro en el Sister, además de las labores más ingratas asignadas en un buque, están sometidos a todo tipo de agravios y humillaciones; un día, el jefe de la guarnición que les vigilaba, Manuel Gallardo Moreno, los hizo formar y tras insultarles, de manera soez, disparó su pistola contra ellos rozando la bala el brazo de uno de los oficiales del Churruca. Igual le hubiera dado. Ya estaban casi muertos.

El 17 de agosto la oficialidad de los buques Sánchez–Barcáiztegui y Churruca fueron trasladados al buque hidrográfico Toifiño, llamado así en honor del científico y militar Vicente Toifiño. El Consejo de guerra contra los once marinos tuvo lugar en ese barco el día 20 de agosto; desde las 10 de la mañana a las cuatro de la tarde. Se quejan de las acusaciones del Fiscal. Rafael Cervera, incluso llega a lamentar su discurso: ¡Cuántos agravios y cuántos ultrajes!

El miércoles 19 de agosto, el periódico La Vanguardia publica la primera narración de los hechos basada en informaciones facilitadas por la “brava marinería del Sánchez Barcáiztegui, ejemplo de lealtad de la escuadra a la República, factor decisivo –en aquel momento, según el periódico catalán– para el triunfo sobre la intentona fascista”. 
El periódico catalán asegura que el relato de los heroicos marineros del Sánchez Barcáiztegui, se ha realizado con la promesa de continuarlo, como una especie de diario de a bordo. No fue así.

Una noche espiritual

Hacia la medianoche del mismo día 20 regresan a la prisión los once marinos con una condena a muerte para cada uno. La sentencia se ejecutará al amanecer del día 21 de agosto de 1936. Se les concede una noche de gracia. Ellos piden confesarse con el jesuita D. Francisco García Alonso, que a su vez solicita la ayuda del rector del seminario de Málaga, D. Enrique Vidaurreta.

Una vez confesados, son encerrados durante toda la noche en un calabozo. Finalmente es el jesuita el que acompaña a los militares hasta la hora de la ejecución. Es la única fuente de información junto a las cartas de los condenados. Se suceden escenas de cielo y catacumba; una noche que tendrá, en poco tiempo, ecos de ultratumba. El jesuita no conoce a los del Churruca.
Tras las presentaciones les pregunta:
¿Cuántos sois?Once, somos once—, responden.
Bueno, entonces, aquí no hay ningún Judas—, dice el jesuita a modo de broma religiosa. Once y un cura que hace de intermediario de Cristo en esa última noche. Empiezan a consolarse en comunidad, “como buenos comunistas, –piensan– no como los que quieren hacer de España una dictadura marxista, un satélite de Rusia”. 


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