Hace poco tiempo hemos tenido entre las manos, por cortesía del exalcalde de Getafe Pedro Castro, la edición española de las Aventuras del Ingenioso Hidalgo Don Quijote de la Mancha publicada por Salvat en 1915 ilustrada con «las incomparables composiciones del genio del arte del dibujo, mi malogrado amigo Daniel Urrabieta Vierge [fallecido en 1904]». Esto lo escribía Carlos Vázquez en el prólogo de esa edición.
En los primeros años de este siglo, Pedro Castro, a la sazón alcalde de Getafe y presidente de la Federación Española de Municipios, viajaba por España y por otros lugares del mundo en busca de apuntes para su cuaderno de espiral de alambre; ahí anotaba las ideas —propias o ajenas—, planes, proyectos y cualquier detalle que le valiera para convertir Getafe en referencia internacional, en ejemplo de uno de los municipios más innovadores de España. Esa búsqueda imperiosa, por ejemplo, fue el motivo de la asistencia al proceso de los presupuestos participativos de Porto Alegre, en la región brasileña de Río Grande do Sul.
Esa iniciativa política y social había empezado a funcionar en el municipio brasileño el año 1996, y fue clave en la mejora de las condiciones de vida de los vecinos de Porto Alegre (suministro de agua potable, alcantarillado, educación, etc.). Pedro Castro importó la idea en torno al año 2005. No ha sido Sara Hernández la inventora, ni siquiera la impulsora, de los presupuestos participativos, por más que se resista a reconocer que lleva plagiando media vida a su ‘padrino’ político.
Este de los presupuestos de Porto Alegre y otros eventos relacionados sobre todo con su cargo supramunicipal eran la excusa perfecta para saltar ‘el charco’ y, además de cumplir con la encomienda, aprovechaba para hacer algo de turismo por el mundo; es el caso de algunos países de latinoamérica. ¿Qué hay cerca de Porto Alegre?
Posiblemente corría el año 2005. Desde Porto Alegre o desde Paraguay a donde acudió a ‘enseñar’ municipalismo a los futuros concejales e intendentes de ese país se trasladó a Buenos Aires. ¿Qué hacer un sábado o un domingo en la capital argentina? Qué pregunta más tonta: muchas cosas. Pedro Castro —entre otras cosas— optó por dar un paseo por el Mercado de San Telmo y alrededores, un edificio levantado en 1897 que conservaba algunos puestos de carnes y verduras, aunque la mayor parte de los espacios estaban dedicados a la venta de antigüedades. Los alrededores del Mercado, con puestos callejeros de café, artesanía, especias, juguetes de colección, discos, muebles o cualquier cosa imaginable en una rastro de objetos viejos y usados. Hay un intenso aroma a churrasco, a las empanadillas criollas o al choripán; sones de guitarra, chamarritas, milongas y tonadas; y, sobrevolando toda la escena, el aire sacro de los bandoneones con su incansable fuelle entre nervioso y melancólico, azuzando el lamento de un tango porteño… Como decía el gran Pantaleón [Piazzola], «el bandoneón hay que tocarlo con un poco de bronca, de violencia. Hay que golpearlo, pegarle, exigirle todo…».

Castro —nos imaginamos— se movía entre el bullicio turístico de la zona como pez en el agua, como supondrá cualquiera que le conozca. Va de aquí para allá, excitado, inquieto, sonriendo, hablando, saludando, casi con prisa, rebuscando algún tesoro como el cazador que ojea nervioso el paisaje en busca de una buena pieza. Entre filas y columnas de libros viejos y de segunda mano acertó a rescatar una edición del Quijote para Iberoamérica de la Casa Salvat, publicada en 1916. Un libro viejo sin más interés, a primera vista, que su antigüedad y la procedencia de ambos, de Cervantes y de Castro, y algunas estampitas de un autor, Daniel Vierge, hasta ese momento desconocido. Lo que él creía una joya bibliográfica por el origen manchego del autor, se revelaba en el prólogo como un objeto que sobrepasaba su primera impresión. Había adquirido, cerrando el sinuoso círculo del acierto, un ejemplar del Quijote estrechamente relacionado con Getafe. El ilustrador no era Gustavo Doré pero había nacido en Getafe en 1851. A pesar de la importancia del hallazgo, el asunto quedó en el limbo. ¿Quién era ese Daniel Vierge? Lo cierto es que Castro guardó el tesoro en su casa y nada se supo en años de ese personaje universal al que los franceses habían catalogado como el Príncipe de la Ilustración.

Recientemente, Castro nos mostraba, celoso, su pequeño tesoro a quienes podíamos apreciarlo. No se trata de una buena edición, si valoramos la calidad de la reproducción de las imágenes, pero es la primera que une a Cervantes y Vierge en castellano. A falta de la edición americana de 1904, con precios desorbitados en el mercado de antigüedades, buena es.
