En los recuerdos de la infancia de todo buen cocinero, hay una gran cocina, una estufa caliente, una olla hirviendo a fuego lento y una madre.
BARBARA COSTIKYAN
Antes de iniciar este viaje gastronómico tengo que advertir al lector que no soy un buen cocinero; quizás un marmitón, un aficionado a juntar ingredientes, remover las cazuelas y dorar las sartenes. En los recuerdos de mi infancia no hay una gran cocina, más bien pequeña, ni una estufa caliente, sino una cocinilla sobrepuesta de dos o tres fuegos alimentada con bombonas de butano, y tampoco ollas hirviendo a fuego lento, aunque sí estaba mi madre tejiendo el lienzo de mi infancia y el de mi hermana e inundando la casa con el aroma de una cocina ancestral, modesta, aunque sabrosa, ligada siempre a los productos de cercanía y de temporada.
No creo que haga falta justificar el contenido de este libro; lejos de ser un capricho del autor ha sido una necesidad ineludible desvelada desde los primeros párrafos. Acudimos, una y otra vez, al tiempo onírico de la niñez, a la inevitable evocación de olores y sabores de un territorio marcado por el estigma de la frontera entre el reino nazarí de Granada y el cristiano de Jaén. Regresamos sin dificultad al paladar de la memoria; ahí están, alimentados por la nostalgia, los efluvios que exhalan las almazaras, el perfume y el color del aceite de oliva y del azafrán, la fragancia de la harina horneada, el bálsamo gastronómico de las almendras tostadas, el pan y los ajos fritos machacados.
Se trata, en fin, de un reducido número de fórmulas propias de una cocina de subsistencia, lejos de los artificios de los modernos chefs que exhiben en sus chaquetillas cruzadas e impolutas, como generales, las estrellas al mérito gastronómico. No hay sibaritismo, ni cocina de autor, ni asombrosas técnicas relacionadas con la física o la química. Más bien, reunidos los ingredientes básicos, a puñados, rebanadas o pellizcos, sin refinamiento ni exactitud matemática, nos acercamos a la alquimia tradicional de nuestras madres, tías y abuelas.
Dice nuestro amigo Mariano García que los libros hay que soñarlos. Además de las recetas, este volumen acoge algunas historias y relatos, unos biográficos y otros imaginados, con la esperanza de que el lector se acerque al niño que nunca dejó de soñar. A veces, también comemos en los libros, acompañamos a los protagonistas en sus correrías profesionales, personales y gastronómicas; Miguel de Cervantes seguramente describe sus propias limitaciones en la introducción del capítulo 1 de El Quijote cuando detalla la dieta de Alonso Quijano: «Una olla de algo más vaca que carnero, salpicón las más noches, duelos y quebrantos los sábados, lentejas los viernes, algún palomino de añadidura los domingos, consumían las tres partes de su hacienda».
También hemos transitado por La cocina española antigua de Emilia Pardo Bazán o las 36 maneras de guisar el bacalao recopiladas por el gran Picadillo. Hemos acompañado, en silencio por supuesto, a Salvo Montalbano —el comisario hambrón de las novelas de Andrea Camilleri— mientras almuerza en las trattorias de Vigàta; o nos sumergimos en las aventuras del detective Pepe Carvalho que junto a su ayudante Biscuter nos revelan, con exhaustivas descripciones culinarias, la pasión de Manuel Vázquez Montalbán por la gastronomía, y que el autor resume en su obra Las recetas de Carvalho. Otro comisario famoso, Maigret, creado por el francés Georges Simenon, anterior a los otros dos, es también arquetipo del policía aficionado a la buena mesa; y que no se nos quede en el almirez la pericia en la cocina del sibarita Hércules Poirot, el personaje de Agatha Christie. Como agua para chocolate, de Laura Esquivel, Afrodita, cuentos, recetas y otros afrodisíacos, de Isabel Allende, las apócrifas Notas de cocina de Leonardo da Vinci o los excesos narrados por Rabelais en los dos primeros tomos de Gargantúa y Pantagruel son otros ejemplos de esta comunión. Se nos quedan fuera de esta explicación, sin duda, otros muchos libros, sus autores y protagonistas, aunque valgan los ejemplos para mostrar la deliciosa conexión entre la cocina y la literatura. Para ofrecer al lector un aperitivo sabroso y contundente, se ha incluido La mojiganga de Los Guisados, de Pedro Calderón de la Barca. Las mojigangas eran obras de teatro muy breves que se representaban en el Siglo de Oro durante los entreactos de las comedias, en la que intervenían personajes ridículos y extravagantes o con disfraces grotescos para provocar la risa del espectador.
No debo terminar este comentario sin expresar mi agradecimiento a los editores, a los patrocinadores, a los ilustradores y a quienes han contribuido a completar la obra; es el caso de María Teresa Murcia Cano, Cronista Oficial de Frailes, que ha tenido la deferencia de escribir el prólogo, de Mariano García Fernández que ha terminado el volumen con una coda, a mi tía Antonia García Romero, frailera de nacimiento y alcalaína por matrimonio por sus recetas y a mi prima Dolores Cano Perálvarez, a medio camino entre Granada y Alcalá la Real.