JUEVES 5 DE NOVIEMBRE DE 1936.— Al día siguiente de la toma de Getafe, junto con las putas y charangas fascistoides de acordeón y pandereta, Kazantzakis visita el frente. La víspera, los legionarios y regulares del coronel Heliodoro Rolando de Tella habían asaltado, a fuerza de granada y bayoneta, las trincheras que defendían el sur de la capital.
«El pueblo estaba todavía ardiendo, humeaba, tras el violento y sanguinario abrazo. Los marroquíes, los terribles moros, entraban y salían de las casas desiertas, ya sin el férreo control de sus jefes: rompían baúles, rebuscaban en los cajones, arramplaban con lo que encontraban. Después, tendían una colcha en la calle, lo envolvían todo y lo cargaban en los camiones. En la próxima ciudad lo venderían por un precio de saldo».
—¡Cuatro pesetas! —relata Kazantzakis que le gritó un marroquí enseñándole un par de zapatos nuevos de mujer—. ¡Cuatro pesetas!
—No quiero.
—¡Tres pesetas! ¡Dos pesetas!, —gritaba corriendo detrás del escritor, con la expresión de un chacal.
Kazanzakis sigue describiendo Getafe después de la batalla. Los muros estaban llenos de pintadas con hoces y martillos, enseñas y logotipos de la CNT y de las Juventudes Comunistas, banderas rojas en los balcones, olor a incendio y, de vez en cuando, un cadáver boca arriba, con la cara rígida, los ojos vidriosos mirando inmóviles al cielo con horror.
¿Puede haber gente que sienta alegría al ver una ciudad saqueada, todavía caliente por el abrazo violento? Así yacía Getafe bajo el sol del mediodía, pocas horas después de su conquista. «Calles desiertas, aceras llenas de colchones, ropa interior, muebles destrozados, fotografías rotas. Las bodegas abiertas de par en par, con la harina, la gasolina, el aceite derramado. Solo se salva, colgado en lo alto de la pared, el letrero Ventas solo al contado».
» En los cafés, los espejos están rotos; las sillas, presas del pánico, han subido hasta el techo. En las casas, todos los armarios están abiertos y completamente vacíos. En una notaría, los contratos revolotean, salen por la ventana, intereses de los dueños se dispersaron en la calle.
» En las tabernas han estallado barriles y todos los rincones huelen alegres, borrachos, como los lagares. En una zapatería, L´Elegant, las hormas se mantienen todavía cuidadosamente ordenadas en los estantes, pero los zapatos, literalmente, se han ido.
Una bomba mató a 27 jóvenes en una cueva
Kazantzakis pasea por el pueblo, entra en las casas, trata de retener en su memoria los detalles de la catástrofe. Una viejecita camina entre la basura. Hace calor, pero la viejecita está envuelta en una colcha amarilla y tiembla como de frío.
«—¿Tuvo miedo, señora? —le pregunta el escritor griego.
» —Dios lo sabe, hijo ¿Qué diablo fue el que descubrió, hijo mío, estas máquinas voladoras? ¡Maldito sea! Los muchachos del pueblo se habían reunido en un sótano para salvarse. En los sótanos, —le aseguraba la vieja getafense— hay seguridad.
Pero cayó del cielo una bomba y mató a veintisiete. Entre ellos a Pilar y José.
» —¿Qué Pilar? ¿Qué José?
» —Los recién casados. Todo el mundo los conoce. Los que tienen la casa de tantos balcones en la plaza».
La sombra de Caín
La sombra de Caín cae sobre Getafe y sobre toda España. Kazantzakis siente aversión. Se encuentra fatigado y lleno de repugnancia. Al cruzarse con un sacerdote, Kazantzakis le requiere sobre la crueldad de la batalla y sobre el próximo bombardeo de Madrid. El cura luce un aliño indumentario en el que mezcla la pose del hombre de Dios y la marcialidad del soldado. Lleva un abrigo de lana gorda de color arena, cuello vuelto de piel de conejo que le protege del frío, lleva la insignia del Requetés, la cruz de Borgoña, bordada en un lienzo blanco y cosida con cuatro puntadas en el brazo; debajo, traje talar, sotana negra con botonadura frontal de arriba a abajo, y la boina roja de los tercios navarros, un tocado que le tapa la sonrosada y oronda cabeza hasta la oreja izquierda. Del cuello le cuelga un enorme crucifijo de madera que reposa en el incipiente buche y que compite, en tamaño y desasosiego, con el pistolón que porta en la cartuchera, colgada de un ancho cinturón de cuero, como un rústico y marcial cíngulo. El clérigo le mira de arriba a abajo, entre sorprendido y excitado por la impertinencia del periodista extranjero.
—¡Dios, Patria y Rey! —respondió el cura levantando el brazo y dejando la mano a medio camino entre el saludo fascista y la bendición. Acto seguido le dio la espalda y emprendió la marcha hacia la plaza del Ayuntamiento donde se había instalado el puesto de mando de la columna que había tomado Getafe.
—¡Que viva Cristo Rey!, dígaselo al mundo para que se enteren—, gritó mientras volvía la cabeza y continuaba su camino.
¿Qué día es hoy?
Kazantzakis tuvo que esperar hasta que llegó el resto de los periodistas desplazados con el ejército del general Varela. En la plaza del Ayuntamiento se alistó al grupo de plumillas que empezaron la visita guiada dirigiéndose a las trincheras, donde la noche anterior tuvo lugar una batalla feroz.
Van acompañados de un oficial y de algunos soldados armados.
«—Puede que todavía haya rojos escondidos y tenemos que estar alerta —previno el oficial a los corresponsales—. Tengan cuidado con los obuses y las granadas que están dispersas en los campos sin haber explotado.
» Pasamos por los campos y delante de nosotros brilla Madrid llena de luz, bellísima. Vemos con claridad los edificios más altos de la Gran Vía, el Palacio Real, Correos, los Jardines del Retiro. Con los prismáticos distinguimos a la gente que circula por la calle».
» Un soldado, con misteriosa excitación, le pregunta a Kazantzakis:
» —¿Qué día es hoy? ¿jueves? El domingo tomaremos Madrid.
» —¿Cómo lo sabes? —le pregunta Kazantzakis—. ¿Lo soñaste?
» —Está más que claro, señor —respondió el soldado—, era domingo cuando tomamos Irún, era domingo cuando tomamos Badajoz, era una madrugada de domingo cuando tomamos el Alcázar. El domingo entraremos en Madrid.
» —¡Cuidado! —se oyó la voz del oficial—. ¡Dispérsense!
El grupo escuchó el zumbido de los aviones sobrevolando Getafe. Alzaron los ojos al cielo y los vieron. Eran cinco aparatos en total. Venían de bombardear Madrid. Kazantzakis se tumbó, cogió los prismáticos y los observó.
«¡Graciosa, atrevida, maravillosa creación de la mente satánica! ¡Como combinan la fuerza, la gracia, la seguridad y la audacia! Se lanzan como águilas orgullosas, se esconden por un momento tras una nube, aparecen de nuevo, llegan sobre nosotros. Me pareció que paraban, nos veían y se detenían, pero no se dignaron, siguieron hacia el sur, y desaparecieron…».
Los periodistas se levantaron del suelo, se sacudieron y se encaminaron al campo de batalla de la noche anterior. «En la tierra se habían excavado trincheras profundas, con pasillos cubiertos como protección, llenos de cajas de proyectiles sin usar, fusiles tirados, camisas, medias, cintos de piel, cucharas, tenedores, platos de níquel, pedazos de pan blanco mordidos, banderas rojas».
«—¡Excelentes trincheras! —dijo con admiración el oficial—. Seguramente les enseñaron los oficiales rusos que han llegado últimamente. ¡Miren qué profundidad, qué galerías, qué pasillos!».
Kazantzakis observa al pelotón de soldados que los acompaña. Han saltado a la trinchera, revuelven, recogen lo que encuentran y se llevan los botones. El oficial les entretuvo durante horas visitando las trincheras en otros puntos del pueblo.
Kazantzakis mira con amargura «inenarrable cada girón de tela, cada resto de papel que habían dejado allí los combatientes».
«—Luchan con valentía —decía el teniente, que había participado en la guerra y respetaba a los adversarios—, pero están perdidos. No tienen oficiales, y los que tienen no los respetan. No están disciplinados, reina la anarquía, no hay salvación para ellos».
Banderas rojas
Kazantzakis aprovechó un momento de relajación en la visita guiada de la comitiva de prensa alejándose del grupo para observar en soledad. Había un abrigo manchado de sangre tirado en el campo. De uno de sus bolsillos sobresalía una carta. Kazantzakis, conmovido, se agachó y la escondió en un bolsillo para leerla cuando estuviera solo. Además, recogió de las trincheras dos o tres banderas rojas desgarradas, manchadas de sangre. Serán los únicos objetos que se llevará como recuerdo de su estancia en la guerra de España.
De repente, un grupo de soldados aparecieron furiosos detrás de unos árboles y empezaron a correr hacia él con los fusiles en las manos y gritando.
—¡Levanta las manos! ¡Levanta las manos!
No les veía las caras. Solo los veía correr con los fusiles en mano.
Si se acercan —pensó Kanzatzakis—, y me pillan con estas banderas, seguro que me matan.
—¡Levanta las manos! Gritaban los legionarios. Kazantzakis metió la mano en el bolsillo para sacar los prismáticos y verlos mejor. Pero uno de los soldados entendió mal el movimiento y, tras poner rodilla en tierra, apuntó para dispararle.
Afortunadamente, el que mandaba el pelotón le gritó: ¡Alto!
De un salto se plantó delante del escritor.
—Oh señor alemán, exclamó con alegría. ¡Señor alemán! —Era uno de los soldados, confundido con su nacionalidad, que dos días antes le habían acompañado en un camión de Bargas a Toledo.
—¿Por qué no levantaste las manos cuando te gritamos?
Qué le iba a decir. Kazantzakis se muestra turbado. No quiere contar la verdad. Pensamientos extraños cruzaban su mente mientras veía a los soldados furiosos acercándose.
Vivimos una época terrible
Atardecía. Todo estaba más o menos calmado en el pueblo. Decenas de cadáveres de milicianos aún permanecían, unos desparramados por los campos, como la funesta siembra de Caronte, y otros, la mayoría, atestando las trincheras. Kazantzakis, enfrascado en su tarea de corresponsal de guerra, quiso contemplar Madrid en todo su esplendor, una de las ciudades del mundo que más ama. Acompañado en todo momento por el oficial de prensa y un pelotón de soldados encumbró el cercano Cerro de Buenavista, a las afueras de Getafe para observar la impresionante panorámica. «Cuando lo vi —Kazantzakis se refiere a Madrid— por primera vez desde Getafe, un atardecer, en medio de la leve neblina nocturna, mi corazón dio un vuelco. Vi la ciudad de Madrid recostada con tranquilidad y en calma, de un color rojizo por los reflejos del sol poniente. Pude ver la Gran Vía, los edificios de Correos y del Banco de España, algunas iglesias, los densos y oscuros jardines del Retiro.
Se recuesta y escribe: «Cinco o seis soldados marroquíes se hallaban acuclillados en el suelo, detrás de mí. Contemplaban Madrid fijamente, con las armas sobre las rodillas. Sus ojos ardían con una codicia inefable. Estaban avistando el Paraíso: una ciudad rica, llena de oro, de sedas, de mujeres y de infieles a los que dar muerte». ¿Cuándo entrarían?
«—¿Bombardearán Madrid? —preguntó el escritor griego al oficial de prensa en un correcto inglés.
» —Mañana.
» —¿Y no le da lástima?
» Alzó los hombros. —Es la guerra. ¿Qué significa lástima? Es la guerra.
» —Todos esos edificios, —gritó el escritor griego— las iglesias, los museos, Tiziano, Velázquez, El Greco, Goya, y todas las almas bajo estos techos que se convertirán en ceniza…
» —¡Que se conviertan! Lo importante es que se salve la patria.
El interlocutor del griego es un joven hidalgo español, con apellido noble rimbombante, reservado y despiadado. «En su fuero interno traslucía desconfianza. Pensaba que se debía actuar de puertas adentro, sin hacer partícipes a los extraños».
Kazantzakis reconoce que se siente horrorizado. «Sentí que vivimos una época terrible. Lo espiritual está en peligro. Hay que apresurarse y valorar lo bello que hay en la tierra. Antes de que lleguen —tal vez mañana o con seguridad, pasado mañana— las bombas, los aviones, las fuerzas oscuras y lo eliminen todo». Creía que no volvería a ver la querida y alegre ciudad. Al día siguiente teme que va a presenciar algo terrible. El Ejército Nacional bombardearía Madrid. «Pocas veces en mi vida he asistido a un espectáculo tan cruel, y a la vez tan grandioso, y nunca había sentido una amargura semejante».
Kazantzakis observa Madrid atentamente durante un largo rato. En silencio, como si se tratara de una despedida. «El sol se había puesto y una bruma azulada ascendía desde el Manzanares y cubría el gran palacio blanco. La noche emergía y se tragaba los jardines, las calles y poco a poco los edificios más altos.
El Cerro de Buenavista es un balcón que mira a una de las ciudades más hermosas del mundo, una ciudad alegre. Sin embargo, las sombras empezaban a recorrer las esquinas de un pueblo en ruinas. «Regresé y me eché cerca de la Iglesia [es posible que sea la de San Eugenio] entre aquellas dos campanas medio enterradas en la superficie. Cerré los ojos. Un olor a tierra; de cuando en cuando, a lo lejos, bocanadas de aire de los campos de cultivo, de las hojas secas caídas, del olor de la madera quemada. Las faenas de aquel día habían pasado al olvido.
¿Es una carta blanca o roja?
Había empezado a anochecer cuando Nikos se quedó solo, alejado del trajín, y de la permanente escolta del oficial de prensa. Entonces sacó la carta que había cogido del abrigo ensangrentado. Estaba arrugada, —describe el escritor griego—, y las letras casi se habían borrado. La leyó con dificultad. Estaba fechada el 28 de octubre.
«Era la carta de una mujer sencilla, con muchas faltas de ortografía que le escribía a su esposo».
«Mi querido Francisco:
» Había empezado a perder la esperanza. Me decía que algo te habría pasado, pero recibí tu carta, y la besaba y gritaba de felicidad.
» Mi querido Francisco, nos enteramos por los periódicos que avanzamos, que pronto terminará la guerra y que regresarás de nuevo a nuestra casa. No sales de mi mente, mi Francisco, mi Paquito, ni de día ni de noche…
» Te mando un chaleco de lana y dos pares de calcetines. No tengo nada más. El otro día, la tía Angélica me mandó un poco de mermelada de naranja, que te mando porque sé que te gusta, y yo no la puedo comer. Te la mando, cielo mío, para que te endulce los labios.
» Cuídate, no te enfríes, piensa en nuestra hija. Cuídate, cuídate, mi Francisco, piensa en nosotros. También lo dice nuestra Carmencita. Quiere escribirte ella misma. Aquí, cambia la caligrafía. Las letras son grandes, desordenadas, La mayoría en mayúsculas.
» Papaíto, ¡ven, ven! Nuestra gatita ha parido y tenemos cuatro gatitos. ¡Ven a verlos!
» Te escribe tu mujer. Carmen López».
Nikkos Kazantzakis está embriagado de dolor. «¿Es una carta blanca o roja?
Capítulo de La Furia de Caronte. Los entrecomillados de este fragmento han sido extraídos de la obra 40 días en España, del periodista, escritor y traductor Carlos García Santa Cecilia)