Lorenzo Higuera Torres era nuestro hombre en La Habana. Y, lejos del personaje de Graham Greene, no era un espía en la época de Batista, sino un agente del socialcapitalismo español apostado en el entramado de la revolución castrista en los últimos años de la influencia soviética en la isla y los primeros de un país huérfano, con pocos recursos: un estado empobrecido, una nación rica de gente maravillosa. La Habana, sobre todo, y otras ciudades de la Perla del Caribe, bullían con un emergente negocio del turismo donde resolvían miles de cubanos, cientos de artesanos, los taxistas particulares y los pequeños paladares o restaurantes independientes de las estructuras oficiales, ya fueran empresas dirigidas por los militares o por revolucionarios en prácticas capitalistas. Los hoteles construidos con dinero español o canadiense, los rehabilitados por la revolución, surgían como setas preciosas en el entramado urbano de la capital.
Al contrario que James Wormold, Lorenzo Higuera no vendía aspiradoras ni máquinas quitanieves, sino cualquier artículo que fuera necesario, o solo anhelado, y que estuviera en falta en las estanterías de las tiendas durante los primeros años del interminable periodo especial que empezaba en la isla con la pérdida de las subvenciones de la Unión Soviética; productos de primera necesidad, desde el gel de ducha al aceite de oliva o el tomate frito Ian, sumando un número indeterminado de referencias que posteriormente se distribuían en las diplotiendas o tiendas que funcionaban con dólares, y que estaban dirigidas en un primer momento de forma exclusiva al personal diplomático y a los trabajadores de las embajadas o de otras empresas radicadas en la isla. Los cubanos soportaban con estupor y rabia esta especie de aparheid económico que poco a poco se suavizó con la despenalización de la posesión de dólares, y las puertas de las diplotiendas se abrieron a los cubanos que recibían remesas de exterior. Aún permanecían otras limitaciones para los cubanos de a pie como que no podían, por ejemplo, dormir en los hoteles de su país, aunque tuvieran dinero para ello.
Lorenzo quiso dejar atrás su vida en España, el estrés, la competitividad, el egoísmo y la envidia, aunque persistía su lejano pasado político, su situación personal después de dos divorcios y establecer una empresa rentable; el futuro, además de su hijo y de su hija, estaba lejos de España. Como diría una de las canciones de Battiato, de nada sirven excitantes ni ideologías, se requiere otra vida; hay que tomar un camino propio, recogiendo lo que consideremos bueno para nosotros y los demás, beneficioso, ético y moral, con la grandeza de una decisión personal extraordinaria: cruzar el océano para descubrir un nuevo mundo. Para Lorenzo, los negocios en Cuba iban más allá de lo puramente económico. Era una opción individual e íntima.
Lorenzo Higuera se empeñó aquel año de 1994 en que viajara a La Habana con él. Una tarde de invierno, en el bar Piscolabis, tras algunos tragos de ron, me confesó su obstinación. Yo, a mis 35 años, seguía soltero y sin ataduras sentimentales. Lorenzo, transfigurado en el personaje más famoso de la Tragicomedia de Calisto y Melibea me confió que allá en la Perla del Caribe me esperaba una amiga de su novia, una ingeniera bellísima, la mujer que según su vaticinio esclarecido estaba destinada a convertirse en mi media naranja. Lorenzo estaba señalado en la primera parte del titulillo introductorio de La Celestina: «Compuesta en reprensión de los locos enamorados que, vencidos de su desordenado apetito, a sus amigas llaman y dicen ser su Dios». Lorenzo ejerció de amigo y casamentero. Hace veintinueve años que me casé con la mujer que me presentó en La Habana ¿De qué manera se puede dar las gracias por su atrevimiento y clarividencia?
Lorenzo Higuera, como era lógico, dedicaba las mañanas a trabajar en la sede de la empresa mixta que había constituido en el paraíso comunista. Llegó justo a la hora de comer. Se colocó las gafas con un movimiento instintivo y característico de su mano derecha mientras redireccionaba la mirada intentando que el ojo que miraba al Morro y el que se dirigía a la Cabaña estuvieran centrados. Abrió las manos con un movimiento de los brazos ampuloso y pedagógico, de quien saluda a sus amigos y les promete una intensa jornada. Su semblante, de natural serio, se transformó, regalándonos, al principio, una sonrisa esquiva e, inmediatamente, una risa franca.
—He reservado en un sitio especial, uno de los mejores de La Habana.
—¿Dónde?, —le preguntó su amiga.
—En el Tocororo.
—¿Qué significa tocororo?, —le pregunté yo mostrando llanamente mi ignorancia.
—El tocororo o trogón tocororo, el guatini según los indios taínos, es el ave nacional de Cuba, primero porque es endémica de la isla —Lorenzo blandía suavemente sus brazos de forma pedagógica— y en segundo lugar porque su bello plumaje representa los colores de la bandera cubana. Su nombre en castellano está tomado de su canto; incansable emite al cielo su ronco gorjeo: to-coro-ro, to-co-ro-ro… Pero ahora, amigos, nos dirigimos a una especie de ritual de santería, una ceremonia pagana para disfrutar con lo mejor de la cocina caribeña.
Era el mes de abril de 1994 y había estado toda la mañana lloviendo a cántaros, con una fuerza y un frenesí desconocido para uno de secano. Lejos del protocolo de una ceremonia, la comida en el Tocororo fue un festín, una comilona sin fin, un banquete dionisíaco regado con ron, un jolgorio desenfrenado. El menú incluía pechitos de camarón crujientes, langosta mariposa, abierta en canal y cocinada a la parrilla, camarones enchilados, tostones y chicharritas, frituritas de malanga, frijoles negros con arroz pilaf, arroz congrí o, también llamado, moros y cristianos. De beber, mojitos; uno, otro y otro; y luego otro, otro… Con cada mojito se incluía un removedor de cristal con un preciosista tocororo en la punta. Ahora todo es de plástico; es más barato. Cuando acabamos nuestro banquete, envolví en una servilleta de papel los quince o veinte loritos de cristal que me correspondieron en mis consumiciones y los guardé en un bolsillo de la chaquea. Había que dar un paseo para bajar la comida y despejar los humores que produce el ron en la mente. La propuesta fue tomar un helado en Copelia, saltándonos —sin voluntad manifiesta de hacernos los listos— la fila de los nativos, como quien adquiere un derecho preferente por llevar dólares en los bolsillos. El placer de aquel helado de almendras superó a la vergüenza.
La Habana exhalaba su aliento tropical. Verde y perfumado. Las ceibas, las palmas reales y los flamboyanes pergeñaban el perfil de una ciudad prodigiosa, aunque por momentos parecía que sus encantadoras villas, los edificios barrocos, los de estilo colonial erigidos por la aristocracia criolla del azúcar y los traficantes de esclavos o los palacetes decimonónicos se desmoronaban al paso del citroën bx. A lo largo del malecón habanero, las parejas se arrullaban canciones de amor y se besaban; las estrellas titilaban dulcemente sobre la bahía. Hacía un buen rato que las agujas del reloj habían traspasado la medianoche en La Habana. Lorenzo arrancó el coche, volvió a sonreír, y enfiló hacia Miramar.
—Vamos a la Casa de la Música.
—Vale, vamos. —Repetimos a coro.
La Casa de la Música de Miramar no era lo que se dice un antro, era un pequeño y animado local nocturno en una antigua villa habanera con música en directo; y, claro, mucho baile, como en cualquier lugar de la capital cubana: salsa, boleros y sones. Lorenzo era de los que tenían suerte; conocía la geografía habanera y el percal de los garitos; llegar y besar el santo, que diría un peregrino. No era fácil tener una mesa en un club tan exiguo. Pedimos unos cubalibres, unos ‘jajás’ según el chiste recalcitrante contra la dictadura castrista, que en el siglo XIX era el grito de los rebeldes cubanos al dirigirse al combate contra los españoles después de ingerir un buen trago de canchánchara, un revulsivo con agua, miel, hierbabuena y aguardiente de caña, y que en el siglo XX se asentó como el padre de todos los cócteles al mezclar la cocacola americana con Bacardí. Ya habíamos cubierto el cupo, pero la barra seguía abierta. Nos levantamos y allí mismo, junto a la mesa y empezamos a bailar; en mi caso, de forma tímida, intentando coordinar los pies con las órdenes que les enviaba mi cerebro y sacudiendo los brazos, más o menos lentamente, sin armonía ni talento para la danza, un ejercicio en el que las dos mujeres se movían el ritmo de la música cubana como una cobra responde a la flauta de su domador. Al rato me senté mientras las mujeres disfrutaban de la coreografía de la salsa con sus pies y sus caderas. Fue en aquel momento de la madrugada cuando la cosa se empezó a torcer. Lorenzo volvió la barra y regresó con otros dos rones con tropicola. Los dejó sobre la mesa y se dirigió al piano. Entre el barullo y la música no pudimos escuchar lo que le dijo. Mientras regresaba, la pianista empezó a tocar la música de Alfonsina y el mar.
—Quiero bailar esta pieza, —dijo mientras cogía de la cintura a su acompañante.
Fue un momento, al principio, de estupor, luego de incansable ternura y, por fin, para celebrar la ocurrencia un torrente de risas, un ataque de regocijo e hilaridad. Cuando acabó, sin esperar comentarios, se dirigió hacia el citroën bx. Que no acabe la noche.
—Vamos a la Marina Hemingway a tomar la penúltima.
Enfiló Tercera Avenida como si el coche flotara en el aire húmedo de la madrugada. Es posible que vuelva a llover con fuerza, como lo hace aquí cuando el agua cae como si el cielo fuera una presa rota. Al empatarse con Quinta Avenida, no pudimos ver el momento, circulábamos con una cierta extrañeza.
—¡Lorenzo, Lorenzo, que vas en dirección contraria!, —exclamó la amiga de Lorenzo.
—¿Quién lo dice?, —le respondió estirándose en el asiento y mirando al frente, aunque nunca sabremos si veía bien.
—Que sí, ¡Lorenzo, coño, que vas en dirección contraria!
Lorenzo dio un frenazo y paró el coche.
—¡Abajo todo el mundo, sí, sí, abajo todo el mundo! Si ponéis en duda por dónde voy, abajo del coche.
El enfado le duró un par de minutos hasta que, sin conseguir que nos apeáramos, continuó para dejarme en el hotel.
—Mañana tengo que levantarme temprano. Tengo una reunión en tal sitio con un miembro del Partido para mirar algunas cosas. El antiguo sindicalista y militante comunista se movía en Cuba como pez espada en el mar Caribe.
Aparcó y ya no recuerdo más. Quizás ni siquiera veía el hotel. La Habana es mucha Habana para un bisoño como yo, un pardillo, alguien que no estaba iniciado en el tráfago de esa fascinante ciudad. A pesar del aturdimiento, del ron y de la madrugada, eché mano al bolsillo de la chaqueta y comprobé que allí permanecían, como trofeos de una caza incruenta, aunque mareante, mis tocororos de cristal.
Lorenzo Higuera Torres. Nació en Getafe el 22 octubre de 1947, de familia toledana; su padre era de Meseguer de Tajo, y su madre de Villacañas. Su padre, sin tener una significación política especial, estuvo condenado a muerte y pasó por la cárcel de Getafe.
Posteriormente entró como peón en Construcciones. Lorenzo empezó a trabajar a los catorce años en un taller de chapista, le despidieron a los seis meses, y luego trabajó en otro taller, le volvieron a echar, luego trabajó en Kelvinator, en Uralita y en varios establecimientos de la localidad; prácticamente de todos los sitios acababan despidiéndole, no por tener una conciencia política sino «por ser un poco rebelde». En el año 1966, unto a otros como Manuel Alarcón o Antonio Novillo y otros jóvenes, constituyó la Juventud Comunista de Getafe, ligada estrechamente al Partido Comunista. En 1968, junto a otras ocho personas, fue detenido en la plaza Palacio, donde le torturaron y le llevaron a la Dirección General de Seguridad. De allí salió con un proceso pendiente por asociación, manifestación, propaganda ilegal, etc. En 1969, al inicio del estado de excepción decretado por Fraga Iribarne, volvieron a detenerle en Getafe junto a otros treinta y tantos militantes. A los dos meses y medio volvió a salir con un proceso militar que le podría haber supuesto hasta 15 años de cárcel. Uno de los detenidos estuvo al borde de la muerte por haberse golpeado contra un radiador; no una vez, parece que varias veces… La declaración del forense sirvió para que todo el proceso se archivara y tapar el tema de las torturas.
Getafe era un pueblo muy solidario. No era una ciudad dormitorio. La gente vivía y trabajaba en Getafe. La juventud estaba a la última y de alguna manera eso contribuyó a que el movimiento obrero coincidiera con las ideas del Partido Comunista.
Para utilizar el sistema político vigente, Lorenzo Higuera se involucró en el sindicato vertical. Fue secretario de la Unión de Trabajadores y Técnicos y Secretario de Organización de CCOO de la comarca de Getafe. La Unión de Trabajadores y Técnicos, dirigida por CCOO, se encargaba de convocar a todos los cargos representativos, salvo a los delegados y organizaba las movilizaciones dentro de las empresas. En las elecciones sindicales de 1971, los candidatos de Comisiones Obreras coparon casi todos los puestos que se eligieron.
Y así, entre la política y el sindicalismo, pasaron los años 70 y llegaron las primeras elecciones municipales de 1979 en las que el PSOE, con Paulino Jesús Prieto de la Fuente, gano al PCE por un centenar de votos, y con ello la alcaldía. El PCE, a pesar de su fuerza, achacó la derrota a una candidatura que también se presentó con la hoz, el martillo y una estrella de cinco puntas que obtuvo unos 500 votos. Tampoco se hubiera justificado la escasa distancia con la socialdemocracia, aunque una victoria del PCE podría haber cambiado la historia de Getafe y sobre todo la posterior preponderancia electoral de Pedro Castro, el «matusalén político» de Getafe.
Con la llegada de los años 80, Lorenzo Higuera, junto a otros dirigentes comunistas y socialistas, se embarcó en el asociacionismo vecinal y las cooperativas de vivienda social y que desde un primer momento lideraba Críspulo Nieto a través de la Cooperativa de Viviendas Nuevo Hogar. El desarrollo del Sector 3, entre la carretera de Toledo y el cerro de Buenavista, catapultó a esta cooperativa y a sus dirigentes a la Junta de Compensación del mayor proyecto de vivienda unifamiliar de corte social de toda España. Después de la consolidación del Sector 3, los miembros de la Junta de Compensación se disgregaron en distintas empresas como gestoras de cooperativas o promotoras de vivienda. La empresa de Lorenzo, Espacio 2000, en la que participaban además otros destacados militantes comunistas como Angel Torres, Adolfo Sastre o Julián Serrano, acometió otros proyectos de vivienda que extendían el barrio del Sector 3 por el sur (Las Laderas, Cooperativa Buenavista, Arroyo Culebro) o los concursos para la adjudicación de parcelas que ampliaban el alfoz y la cuadrícula urbana a nuevos barrios como El Casar o Getafe Norte; eso sin contar con los proyectos realizados en Madrid capital (San Fermín) y otros municipios. A medio camino, en este proceso de profesionalización, empresarial en la gestión inmobiliaria, dos de los socios de Espacio 2000 partieron peras —Ángel Torres y Julián Serrano— dejando la empresa y continuando cada uno por su cuenta y riesgo.
Desde ese momento, Espacio 2000 gana en agilidad, aunque pierde un auténtico baluarte, un referente por excelencia en la intermediación de terrenos, un alfil empresarial importante en cuanto a la información que recibía, los contactos y la influencia, como era y sigue siendo el actual presidente del Getafe CF. Pero, las expectativas y los deseos de los socios no coincidían. Ángel Torres montó su centro de operaciones en el Lovely y desde allí, controló con su inteligencia social los movimientos de los que partían el bacalao en Getafe, cítese a Neira y otros que no merecen aparecer en esta glosa.
En década de los 90, mientras la burbuja urbanística crecía de forma imparable y las empresas dedicadas a la gestión de cooperativas de viviendas, nacidas como setas, tenían en Getafe su particular paraíso, Lorenzo Higuera empezó con pasión otra etapa de su vida; quizá la más importante por lo que suponía de reto. Antes de empezar el periodo especial cubano, tras el derrumbe de la Unión Soviética, Lorenzo Higuera se aventuró por la mayor de las Antillas, la Perla del Caribe: Cuba. Lorenzo se enamoró del paisaje, del clima, de la historia reciente y, sobre todo, de su gente. Acostumbrado al tejemaneje político, entre burócratas y líderes obreros, en el que se doctoró en su juventud, no tuvo problemas insalvables para montar una empresa mixta en el paraíso comunista, una mercantil dedicada a importar productos de España para consumo de los cubanos; del gel de baño a los chorizos del rioja enlatado y camuflados como encurtidos… Pero bueno, también lo hizo; no sin dificultades, pero como no intentar la promoción de viviendas en Cuba. Y además, en uno de los mejores sitios de La Habana, en Quinta Avenida. Era un ejercicio de ciencia ficción inmobiliaria. Construir casas y venderlas a extranjeros, casi todos españoles era un ejercicio empresarial casi imposible en la rutina y la burocracia de la dictadura de Fidel Castro. Pero si había alguien que podía convertir el sueño de los antiguos americanos en realidad, tener un piso en La Habana, ese era desde luego Lorenzo Higuera. A principios del siglo XX, entregó las llaves a los extranjeros que habían comprado, aproximadamente la mitad de los apartamentos; la otra mitad, se las quedó el estado cubano.
Se acostumbró, a pesar de tener concedida la residencia en Cuba, a alternar largos periodos de tiempo a ritmo habanero —proclive para su carácter— con su presencia en España para consolidar los proyectos que surgían aquí.
El pasado mes noviembre del año 2022, apenas cumplidos los 75 años, fallecía en Getafe Lorenzo Higuera Torres. Padecía de cáncer desde hacía algún tiempo, cosa que él, con su habitual flema, ocultaba a las miradas públicas. Sin noticias de él en los últimos meses, de su vida ni de su muerte, no pude despedirme. Seguro que su último viaje, aunque fuera mental, fue para acabar circulando con su citroën bx con suspensión hidroneumática por el Malecón, callejeando por Miramar o dirigiéndose a todo trapo desde la Habana Vieja a la Marina Hemingway, después de tomarse unos mojitos sin que se enteren los ‘caballitos’, como llaman a los policías de tráfico en moto. Que descanse en paz. Y si el paraíso de los comunistas incluye barra libre de ron y huríes cubanas, que disfrute cuanto pueda; y si no existe, lástima de agnósticos y materialistas, pensemos que ya lo disfrutó en vida cuando absorbía la isla sin mesura y disfrutaba de sus mujeres de ojos oscuros y vibrantes, andar cadencioso, voz de terciopelo y piel tostada por el sol tropical. Baila Lorenzo. En el piano suena Alfonsina y el mar de nuevo. Por la blanda arena que lame el mar / Su pequeña huella no vuelve más / Un sendero solo de pena y silencio llegó / hasta el agua profunda / Un sendero solo de penas mudas llegó / hasta la espuma…
VÍDEO: entrevista a Lorenzo Higuera y a Fidel Alonso realizada por el equipo que intervino en el trabajo de investigación de la Universidad Carlos III y el Ayuntamiento de Getafe dentro del marco del Programa de Identidad Histórica de Getafe. Autor: Julio Antonio García Alcalá. Museo Virtual de Getafe.