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El verdugo de los catalanes

Es miércoles, 19 de julio de 1854. Hace 160 años. El Mariscal de Campo Juan Zapatero y Navas cumple 44 años. Unos días antes, tras el ‘alzamiento’ del General Leopoldo O’Donell y la batalla de Vicálvaro, había dimitido como segundo cabo de la capitanía general de Galicia y como Gobernador militar de La Coruña.  Tras regresar urgentemente a Madrid, se sumó a los que comulgaban con el manifiesto del general Serrano en Manzanares, documento que se hizo público el día 7 de julio y que había sido redactado por un precoz Cánovas del Castillo.  En los cuarteles hervía la sangre como siempre en los momentos de acción. Aún permanecía en el ambiente el olor de la pólvora gastada contra las fuerzas gubernamentales, el bronco rugir de los cañones y el ritmo frenético de los cascos de las bestias en las cargas a sable alzado de la caballería.  La nación necesitaba un inmediato y rotundo cambio de rumbo. El manifiesto pretendía una regeneración liberal, el mantenimiento del trono pero sin las camarillas corruptas, nuevas leyes —electoral y de imprenta—,  descentralización administrativa, y el restablecimiento de la Milicia nacional, entre otras propuestas.

La mayoría de los militares, curtidos en las mil batallas habidas desde la guerra contra los gabachos, la guerra civil de los siete años, los pronunciamientos, levantamientos, asonadas, y golpes de cuartel, asentían con el discurso que pretendía el final de la década transcurrida,  desde que el Duque de la Victoria, el general Baldomero Espartero, se vio obligado en 1943 a abandonar una regencia dictatorial y, por ello, quizá demasiado breve, a pesar del espíritu liberal de la revolución que le llevó hasta el poder. Desde aquel año,  las Cortes desestimaron una nueva regencia y declararan la mayoría de edad de la reina aunque tan solo tenía trece años.  Isabel II gobernaba sin dotes para ello; era solo una jovencita que se dejaba influenciar por cualquiera que se metiera en su cama con buenas armas; incluso sin ese requisito. El imperio español, prácticamente desmembrado y desangrado, perdía la poca influencia que aún mantenía con respecto a otras potencias europeas. España no era una nación, era un gazpacho; un revuelto de berzas, entre ácido y salado, una nación despedazada entre los tirones de carlistas absolutistas, moderados conservadores y liberales progresistas. Algunas voces, como la del propio Espartero,  requerían la reforma del sistema política y, qué osadía, una fiscalización de la regencia de María Cristina para que diese cuenta de las acusaciones de corrupción que pesaban sobre ella y sobre su amante, sargento de la guardia, y luego marido, el Duque de Riánsares.

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Quizá vaya a resultar un artículo, como dicen nuestros amigos, ‘demasiado largo’. Pero, incluso a su pesar, disgusto o contrariedad, nos resulta indispensable situar al personaje en el contexto histórico que vive. Y más, cuando está predispuesto para afrontar grandes, dramáticos y confusos acontecimientos militares, políticos y sociales. No nos inquieta la longitud, sino la claridad. Pobre España. El siglo XIX es el origen y la clave de la mayoría de los problemas que nos han perseguido y atormentado, y que aún lo hacen. La historia se repite, sin que hayamos aprendido la lección, con demasiada frecuencia.

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Si en épocas normales, considerando lo escaso y difícil que es encontrar periodos de tranquilidad durante el siglo XIX español, el gobierno prestaba especial atención al gobierno del distrito militar de Cataluña, cuanto más tras el ‘Alzamiento’ de 1854. Ninguno de los gobernadores que estuvieron al frente del ‘Principado’, como  el  Manuel de la Concha,  Ramón de la Rocha o Domingo Dulce acometieron de frente las cuestiones palpitantes que traían perturbados los ánimos de los catalanes, quedando siempre sin resolver las eternas discusiones entre fabricantes y obreros, agravadas por las concesiones hechas a los trabajadores por Pascual Madoz durante el breve periodo en que desempeñó el gobierno civil de Barcelona.

La revolución había triunfado finalmente gracias a la insurrección civil de Barcelona, el día 14 de julio, con la masiva participación de los obreros de la industria textil y que luego se trasladaría a Madrid el día 17 con el asalto de las clases más desfavorecidas a las casas y palacios de los grandes aristócratas, incluso al de María Cristina. Los obreros catalanes, muchos de ellos en paro, protestaban contra las consecuencia de la rápida automatización de los procesos de hilado y otras manufacturas textiles.

El ‘problema catalán’ parecía no difícil, irresoluble, imposible de arreglar. Un escenario que se había agravado durante la segunda guerra civil contra las tropas del ‘pretendiente’ Luis Carlos de Borbón, desarrollada casi enteramente en Cataluña. El gobierno no encontraba a la persona idonea. Y aún, llegó a decirse, en aquellos revueltos días, que ningún general quería encargarse de aquel destino. Se requería un militar con un perfil muy concreto: «singular temple de alma y resuelta energía». Zapatero está llamado a dejar huella. El gobierno, visto el caso, recurrió al resuelto general Zapatero, un militar ‘isabelista’ que, desde su llegada a Barcelona, empezó a ser el punto de mira de todos. Nadie como él para contener y rechazar  a cuantos, por diversos medios y opuestas tendencias, intentaban subvertir el orden. El general Zapatero tenía fama de hombre duro y en los ambientes militares. Se había ganado a pulso el mote con el que se le conocía entre la soldadesca y los mandos subordinados. Ante cualquier altercado, motín o indisciplina, por grave que fuera el suceso, siempre tenía en boca la solución más apropiada: cuatro tiros, y listo. «Yo sé cómo se arregla; a ese, ‘cuatro tiros’; a ese otro, igual. Cuatro tiros y punto; se acabó el problema».

El 17 de marzo de 1855 fue nombrado Capitán General interino de Cataluña. Tres meses después, exactamente el 26 de junio, accedió al cargo ‘en propiedad. El que era hasta ese día titular del mando en el principado, el Capitán General Domingo Dulce, marqués de Castell-Florite, uno de los teóricos del intervencionismo de los militares en la política pareció demasiado blando para el encargo. El General Zapatero acometió, desde el principio, la reforma de ‘lo mucho que había de variarse’.

Desde 1839, en virtud de una real orden, se había concedido la facultad de congregarse a todas las clases para objetos benéficos y de recíproco auxilio, formando asociaciones conocidas como ‘socorros mútuos’. La mayor parte de esas asociaciones que se crearon en la península ibérica ‘no llamaron la atención’ del gobierno; sin embargo, las de Cataluña, —a juicio de los gobernantes— ‘se fueron desviando de su objeto principal, sirviendo únicamente para ‘perturbar el orden público y encaminar la marcha de las cosas en sentido socialista’ con planes que fraguaban en los ‘clubs de sus sociedades secretas’.

El general Zapatero tuvo que hacer frente a esta marejada sindicalista y nacionalistas con su ‘firmeza de carácter’, no faltando quien le puso obstáculos en las Cortes y en la prensa, siendo objeto de frecuentes críticas e interpelaciones y saliendo airoso gracias a la enérgica decisión que manifestó a su favor el ministro de la Guerra, Leopoldo O’Donnell.

La prensa más centralista y proclive a las posiciones del gobierno saludaron su empeño en poner orden. El general Zapatero publicó algunos bandos, enérgicos y autoritarios. Adivinó que su ‘talón de aquiles’ estaba en la propia debilidad e inacción. Así decidió utilizar al mismo miedo a favor de su mando. Necesitaba una acción que  provocase una ‘fuerte impresión y un saludable escarmiento’. Esa ocasión llegó con la causa del capitán de ‘nacionales’ D. José Barceló. Los hechos tuvieron lugar en una masía barcelonesa. Unos bandidos, disfrazados de milicianos, asesinaron al hijo de los payeses en el transcurso del robo; los hechos y los testimonios, falsos o verdaderos, fueron suficiente para condenar al militar y líder nacionalista José Barceló a morir en el garrote vil, sentencia que se cumplió el día 6 de junio de 1855.

«El ejemplo acreditó a los que intentaban infringir la ley lo que debían temer del capital general Zapatero». Desde aquel momento las clases populares catalanas le ‘rebautizaron’, además del conocido mote del ‘general cuatro tiros‘, con otros apelativos como el ‘tigre de Cataluña’, el ‘verdugo de los catalanes’ o el ‘bajá de Cataluña’. Pero, «estando ya empeñados los perturbadores en seguir a la pelea, formaron el más original consorcio  de absolutismo y democracia socialista, saliendo a la calle los obreros pidiendo libertad mientras los partidarios de Carlos VI enarbolaban su bandera en los montes de Cataluña». Pura secesión; intolerable.

Una comisión de trabajadores fue a Madrid para reunirse con el general Espartero, con el objetivo de que se reconociera el derecho de asociación. Baldomero Espartero no recibió a los obreros aunque respondió con buenas palabras y vagas promesas por un lado y, por otro, dando órdenes para responder a los huelguistas con severidad.

Ilustración de la época coloreada sobre  la ejecución de José Barceló

Tras la muerte de Barceló, los obreros convocaron la que  primera huelga general de España. El paro duró 10 días, del 2 al 11 de julio de 1855 y tuvo un seguimiento masivo. El lema de  la huelga era «asociación o muerte», exigiendo  la libertad de asociación; además se pedía la reducción de la jornada laboral y un aumento salarial.

El periódico La Corona de Aragón, en su edición del 4 de julio de 1855, publicó el siguiente artículo:

«La zozobra, la inquietud, el malestar, la discordia y la desconfianza se han hospedado por fin en Barcelona, en la bella Barcelona. En un día y a una hora dada han cesado los trabajos en todas las fábricas de Cataluña, y cien mil hombres se han lanzado a la calle pidiendo ‘pan y trabajo’ y gritando ‘asociación o muerte’. Al estado a que han llegado ya las cosas, antes de que una colisión venga a sembrar el luto y el dolor en las familias, ya no hay que volver la vista atrás, sino tomar la cuestión en el punto en que se halla, y con la leal protesta de los mejores y más sinceros deseos, decir lo que creemos oportuno para poner en práctica y para terminar esa situación triste y angustiosa, tanto más angustiosa y triste cuando los carlistas enarbolan decididamente su negra bandera y escogen por campo de batalla las llanuras y montañas del antiguo Principado.¿Qué es lo que piden esas inmensas masas de trabajadores que pueblan nuestras calles, sin manifestarse hostiles sin embargo, sin insultar a nadie, debemos decirlo en su favor, sin propasarse a nada? El derecho de asociación. Piden también que se fijen de un modo estable las horas de trabajo y que se constituya un gran jurado de amos y obreros que arreglen buenamente las discordias que entre ellos se susciten. Pues bien, que se forme ese jurado, nosotros también lo pedimos, también lo demandamos en nombre de la libertad, en nombre del orden, en nombre de las familias, en nombre de la pública tranquilidad, en nombre de Barcelona toda».

El día 5 de julio de 1855, el General Zapatero dictó un bando en el que resumía su visión de Barcelona y avisaba de las consecuencias de la desobediencia:

«El afrentoso estado en que durante cuatro días se halla la capital de Cataluña: amenazada ya la propiedad y seguridad de las personas por la multitud de criminales que la han invadido, y por los carlistas que a la sombra de las disenciones levantan su ominosa enseña, coincidiendo la aparición en el Principado de varios cabecillas y facciones, accediendo a la reclamación unánime de todas las autoridades y vecinos honrados a quienes creí conveniente oír, para que concluya la situación que mantiene en viva alarma a este industrioso pueblo; y en uso de las facultades a que debo recurrir en un caso tan extremo, he tenido a bien mandar:

Artículo 1º Todo forastero que sin cédula de vecindad ni modo de vivir conocido se halle en esta ciudad dos horas después de la publicación de este bando, será aprehendido por la Milicia nacional, Alcaldes de barrio y dependientes de la autoridad civil, para entregarlo a la autoridad militar.

Artículo 2º Será igualmente aprehendido todo el que impidiere el libre ejercicio de la industria, ó ejerciere coacción para que se abandonen los talleres.

Artículo 3º Los comprendidos en los artículos anteriores serán gubernativamente destinados al ejército de Ultramar por seis años; o sufrirán un equivalente los que no valgan para el servicio de las armas por su nulidad personal».

El general Zapatero no dudó en aplicar las medidas anunciadas; prisión, torturas, amenazas y deportaciones. Tres días después, 8 de julio,  la fragata ‘Julia’ zarpó  rumbo  a La Habana con 70 militantes obreros deportados. El 9 de julio de 1855, Barcelona fue tomada militarmente. La huelga general finalizó el 11 de julio.

Despues de algunas operaciones militares y encuentros con las facciones de la guerrilla carlista a las que se refería el capitán general en su bando, pudo terminar la altanería de los ‘absolutistas’ con la muerte de los cabecillas Marsal, Juvany, Toful, Pastoret y otros.

Las crónicas de los periódicos y revistas ilustradas más conservadores de la época aseguraron que el general Zapatero, «asímismo, venció a los socialistas en la capital y en otras poblaciones importantes… Terminó la ‘guerra civil’ sin mediar transacción ni concesión alguna». Su majestad premió estos merecimientos con la gran Cruz de San Fernando y se pensó, en los ambientes militares y en la corte, que sería recompensado con el inmediato ascenso. Pero no fue así.