A través de mi ventana, orientada al este, descubro cada amanecer al sol hiriendo la madera, atravesándola por las rendijas que el tiempo ha ganado entre los nudos de los postigos. El cuarto, situado al final del pasillo, es el último de la modesta vivienda y tiene vistas a un erial en el que campan a su libre albedrío cardos borriqueros, malvas, uñas de gato, dientes de león, cañamones, manzanilla de burro, ortigas y otros yerbajos.  Alrededor de ese terreno  hay  veinte  o treinta casas a medio construir, aunque las obras están abandonadas desde hace tiempo por falta de dinero o materiales. Todo el pueblo las conoce como las casas nuevas;  vacías, sin puertas ni ventanas, son el lugar perfecto para que los más valientes juguemos a las batallas de piedras, al escondite o a la exploración de lo desconocido y, por ello, misterioso. En ese intrincado laberinto de paredes y huecos no hay nada salvo el polvo, las plumas y los excrementos de las aves que se acumulan en las esquinas.  Pero  no cejamos; nunca se sabe dónde aparecerá lo extraordinario. Al fondo, el Cerro Mencal o Montaña del Tránsito, antigua atalaya del reino moro y lugar de enterramientos, preside la llanura con su silueta inconfundible. 

Al anochecer oigo el redoble de los cascos de los caballos. Son los valerosos jinetes nazaríes. Me imagino a la patrulla atravesando la llanura hacia el norte donde se sitúan las posiciones de los castellanos. Cabalgan cansados, sudorosos, llenos de polvo. El abanderado porta el estandarte rojo de los señores de Granada. La ronda de vigilancia no acabará hasta media noche. Algunas veces, las incursiones cristianas llegan hasta la misma alquería  que se divisa desde la torrecilla de vigilancia situada en la parte oeste del promontorio. Se han convertido en algo habitual. Se conocen, se prevén, se observan y se permiten.  En tiempos de relativa paz, los guerreros cristianos se atreven, incluso, a adentrarse por estas tierras de frontera en busca de la sabrosa comida árabe, el pan blanco y las morenas hetairas sarracenas.

Abu Ismail Abd Alláh ibn Abdulaziz ibn Yusuf  al-Qalatí, heredero de  una larga estirpe de guerreros andalusíes lleva destinado algunos meses a este lado de la frontera defendiendo unas posiciones que todos saben que tendrán que rendir, como abandonaron las tierras de sus antepasados en Al Qal’at, y que debido a la descomposición del Reino Nazarí, a la corrupción de sus funcionarios, notarios y leguleyos, se cumplirá el aciago destino; Granada perderá definitivamente la guerra. Su padre Abdulaziz y su abuelo Yusuf, al igual que otros antepasados de su linaje, habían muerto en las intermitentes guerras y asedios que desde hacía más de ciento cincuenta años asolaban estas tierras de frontera. Hace menos de un año que empezó la última tregua con los reinos cristianos, si bien muchos —piensa Abd Alláh—, temen que esta paz se quiebre en cualquier momento. Parece un hado inexorable; la guerra, sangrienta y cruel, volverá a teñir la tierra de odio y ambición.

Abd Alláh al-Qalatí sabe que su última misión, una encomienda personal del sultán,  nada tiene que ver con la guerra y sí con las intrigas palaciegas. Había partido sigilosamente desde Granada al mando de una bandera del ejército real con cuatro docenas de valientes guerreros, una sección de arqueros, además de ocho esclavos y un escuadrón con doce expertos jinetes para escoltar dos carretas con destino a la guarnición del Cerro Mencal. Los integrantes de la columna creen que se trata de una expedición rutinaria con suministros y reemplazo de la guardia en el destacamento zegrí de la frontera; sin embargo, además de las armas y víveres, los carros transportan cuatro arcones con un precioso cargamento. Guadix está en peligro desde hace tiempo y, como puerta de entrada a la capital, hay que reforzar las defensas. Para tal fin, se supone, han sido destinados a esa torre de vigilancia limítrofe con el reino de Jaén.

Los cuatro arcones lacrados con el sello real guardan una parte del tesoro de Mulai Hasán para ocultarlo de su primera esposa Aixa y de su hijo Abu Abd Alláh el Desdichado, conocido por los cristianos como Bu Abdil, hasta hace año y medio sultán de Granada. Su padre, ahora de nuevo en el trono, ha enloquecido con Isabel de Solís, una jovencita cristiana capturada en una incursión de las tropas de Alláh el Victorioso a Martos y que, tras convertirse en Zoraida, ocupa las dependencias reales de la Alhambra  como favorita del sultán. El reino huele a podrido. Hace tiempo que la lluvia no limpia las calles de los arrabales, ni la brisa mueve los cipreses  del Generalife.  La desconfianza en el futuro es el clima más habitual en Granada.

Mulay Hasán en persona, el que ejerce el poder en el palacio rojo entre conspiraciones y cortesanas, le había nombrado arráez de la expedición encargada de la custodia de los cuatro arcones hasta su depósito en un lugar indeterminado dentro de las cuevas del Cerro Mencal; era, según las explicaciones del sultán, una garantía de futuro. Y las instrucciones habían sido dictadas de forma muy precisa. El lugar exacto del escondite final debía permanecer en el mayor de los secretos. Respondía con su vida y con el honor de su estirpe. Ninguno de los esclavos destinados a la misión saldría con vida del interior de la cueva. El Mencal sería para ellos la ballena del profeta Jonás, un breve tránsito a la espera de ser vomitados en la tierra de promisión. Cada baúl pesaba un quintal o, en términos cristianos, cien libras castellanas, aproximadamente cuatro arrobas, una carga que podían transportar sin problemas dos hombres vigorosos. El tesoro real, esquilmado con tanto cambio de poder en la Alhambra, se había dividido en cinco  partes. Una que seguía en la cámara del tesoro y otras cuatro que salieron de la ciudad en distintas direcciones. Ninguna expedición conocía el destino de las otras, ni los integrantes de las partidas sabían el contenido de los cofres; aunque el asunto desprendía el tufo habitual de las últimas disputas familiares, las intrigas y la depravación de la corte granadina. La explicación del sultán, en contra de lo que sospechaba, era que las joyas del tesoro nazarí se ocultaban en previsión de malos tiempos, no solo por codicia. 

Entre los hombres de la columna, solo él, Abd Alláh al-Qalatí, había visto el contenido de los cuatro cofres; ni siquiera su lugarteniente, y mucho menos los oficiales de menor rango, podía imaginar el fulgor de las monedas, dinares y doblas de oro, el brillo de los dirhams y quebires de plata, robustas cadenas y anillos, incluso cinturones de piel de cocodrilo y de otros animales exóticos adornados con hermosos y pulidos broches rematados con diamantes, bellísimos puñales y espadas con empuñaduras de oro, piedras preciosas rojas, verdes, lilas y transparentes, marfil tallado con singulares y casi imposibles figuras geométricas, peines y enganches de nácar, cajitas de maderas exóticas taraceadas con versos del corán y llenas de perlas del mar Rojo, y cientos de objetos de bellísima factura, gráciles pájaros de plata, estrellas o granadas de oro y rubíes.

Al llegar a la cumbre donde se acuartelaba el destacamento del Mencal, dejó a las tropas descansando y, tras la oración del atardecer, se dirigió con los esclavos al interior del cerro. Anochecía. Para adentrarse en el intrincado mundo subterráneo de túneles y cuevas del promontorio utilizó la luz de las antorchas, la fuerza bruta de los nubios y la maña de los griegos. Al igual que hizo Ariadna para salir del laberinto, Abd Alláh desenrolló una fina cuerda de más de trescientos codos mientras avanzaba para poder regresar, ultimada su misión, al mundo de los vivos. Los eunucos habían asumido, pese a su temor al averno, que aquella cueva sería su última morada terrenal. Después de atravesar el umbral de la gruta, la comitiva cruzó por oquedades ya exploradas como la Puerta de la Mezquita, una impresionante cúpula que se abría a otros pasadizos y criptas menores como la Cueva de las Palomas, la de la Luna o la de la Fuente de la Sabiduría,  entre las primeras, más conocidas y accesibles; ante los ojos de Abd Alláh se abría una maravilla natural esculpida con primor en la piedra caliza. El tránsito de la expedición por las profundidades del Mencal fue largo y penoso; se habían consumido tres marcas del cirio de las horas que llevaba en un rústico y portátil horologio, casi media noche en recorrer poco más de doscientos cincuenta codos en un inextricable y dantesco laberinto de cuestas, simas, túneles e impresionantes cavidades en las que el tiempo había improvisado un artesonado de estalactitas, un decorado natural de belleza afilada y temible a la luz de las antorchas.

Abd Alláh supo que habían llegado al lugar apropiado. Y así lo indicó. Los esclavos depositaron los arcones en una especie de peana elevada y oculta, a primera vista, tras un recoveco de la piedra caliza,  una diminuta meseta que el agua había respetado mientras horadaba y modelaba leves acantilados o correntías en el vientre de aquella inmensa mole. Los cautivos del sultán acezaban sin resuello. Había llegado el momento de encontrarse con El Todopoderoso. La respiración fatigada se mudó en un murmullo unísono, como el canto de un exiguo coro de creyentes tras la voz del almuédano llamando a la oración. Sin agrado, pidiendo indulgencia al Misericordioso, Abd Alláh abrió las puertas celestiales a los sudaneses como un hábil cirujano. Aquella cripta sería su morada terrenal, una sombría catacumba donde descansarían a la espera del viaje al paraíso. Sus pieles sudorosas y brillantes cerca de las antorchas, negras como el jade, refulgieron mientras resbalaban los borbotones granates de la vida al roce del alfajor en sus cuellos. Ni un gesto de resistencia, ni un músculo en tensión. Aceptaron su suerte como corderos, rezando al que da la existencia y la quita, al inefable, al que todo lo decide, al creador del cielo y las estrellas, de la luz y la oscuridad. Los perfumó con aceite de alcanfor y esencia de jazmín, los cubrió con túnicas de lino y, tras el rezo por el alma de aquellos mansos sacrificados, los dejó alineados en la misma dirección, puede ser que hacia la Meca, aunque eso, allí dentro y sin brújula, no era seguro.

En la parte sur de la explanada del Cerro Mencal se localizaban las ruinas de un antiguo cementerio, varios dólmenes y algunas edificaciones sencillas ejecutadas solo con piedras, antesalas de los enterramientos utilizados por los antiguos habitantes de la zona, mucho antes  de la llegada de las primeras tropas árabes a la península. La claridad empezaba a rayar el horizonte. Amanecía en la llanura. Al salir de la cueva, con el encargo real cumplido fielmente, saludó a los vigías de la guarnición destacada allí, unos pocos centinelas que se dedicaban a observar, de norte a sur y de sur a norte, las incursiones de los cristianos y las vertiginosas correrías de los jinetes nazaríes como respuesta a los atrevimientos castellanos. Ni de día, con los espejos, ni de noche, con la yesca preparada para hacer fuego, se descuidaban los preparativos para alertar a la siguiente atalaya en el caso de algún peligro, sobre todo si se divisaba algún movimiento importante de tropas o, rota la tregua de forma unilateral, la prevista invasión de estas tierras de Guadix, antesala de los muros de la Alhambra.

El sistema defensivo nazarí había tejido una red de torres de vigilancia que se extendía a lo largo de la frontera con el reino de Jaén y en los ejes que convergían hacia la capital.  Miró hacia el cielo buscando en las desfallecientes estrellas consuelo por el sacrificio de los esclavos. Era, para un guerrero, un tributo demasiado grande a la fidelidad.  ¿Él tendría que afrontar el mismo destino? ¿Quizás el sultán había decidido, una vez cumplida la misión, hacerle callar para siempre? Solo el que todo lo ve, conoce lo que depara el futuro.

Hace ya más de seis meses que Abd Alláh permanece destinado al mando de la guarnición; hasta nuevo aviso, rezaban las órdenes.  El al-Qualatí echa de menos a Jadiya, su esposa,  la única que Alláh ha querido concederle y a la que ama como los omeyas quieren la luna del desierto de Arabia. No tiene concubinas ni ha conocido, después de la demanda de matrimonio, amante distinta. Recuerda su piel, más blanca de lo normal, sus ojos almendrados del color de la miel, sus cabellos negros.

Añora el baño tibio perfumado con las flores de los jardines de Granada: pétalos de rosas, alhucema, manzanilla y menta. Sueña. Lujuriantes oasis tras las tapias de las casas y almunias  donde la brisa extiende la fragancia del jazmín, de la rosa mosqueta o nisrin, donde crecen exuberantes los rosales trepadores,  se ocultan las azucenas plantadas junto a las acequias,  se adivinan pequeños laberintos de arrayanes para el paseo de los adultos o el juego de los niños, embriagados por el perfume de la flor blanca de los naranjos y limeros, del bergamoto  y los limoneros,  esperando cada otoño el milagro del granado, el árbol que regala por doquier el símbolo de la ciudad, un genio benéfico que colma el vergel de la Alhambra, que descolla en las huertas de las casonas próximas al Darro o se resguarda en los patios y jardines del abigarrado al-Bayyazín, el barrio de los musulmanes de Baeza, exiliados tras perder a manos cristianas esa ciudad, un precioso mirador, una atalaya erguida sobre el valle del  Guadalquivir que, en vano, se consideró inexpugnable, puntal de la resistencia contra el avance enemigo.

La frontera es un lugar precioso en esta época del año. Las totovías vuelan como majaretas, subiendo y bajando, girando, raseando, volviendo a subir raudas, oteando el paisaje en busca de un lugar en el suelo para construir su hogar. La llanura está pletórica; atolondrados, los pájaros no se cansan de emitir sus reclamos de amor. Las alondras cantan como vuelan; un silbido largo, se entrecorta, se repite y se repite, cada vez más breve y más rápido. Hay prisa.  Es el tiempo de consumar el enlace nupcial, construir el nido y asegurar la descendencia. Recuerda a su esposa en la cocina de la casa y a sus dos hijos.

Los trigales, aún verdes, lucen ya las espigas granadas. Abd Alláh se descuelga por uno de los lados del caballo, mostrando su domino en el arte de la tribu de los zenetes; girando la cintura y bajando hasta la altura del cereal, arranca una espiga. Extrae de sus fundas los granos tiernos y lechosos. El zumo de trigo deja en la boca un regusto a primavera. El lugar está enclavado en la comarca  de Guadix, un altiplano famoso por la harina de su trigo. En los zocos de Granada tiene prestigio y se vende como especial para hornear las famosas tortas de almendra y miel de azahar o los roscos de Málaga bañados en agua de rosas y espolvoreados con azúcar de caña de las tierras de Al-Monácar finamente cernida.

Las mujeres de la alquería  situada a los pies del Mencal hacen el mejor pan de la frontera. Tan blanco como la piel de las cristianas. Tan suave como los pechos de su amada, tan tierno como la mirada de su hija Fátima, con una corteza crujiente y recia como el carácter de su hijo Ismail. Algunos días la patrulla de jinetes se acerca hasta el caserío, donde tres familias de moros de las antiguas tierras del señor de Al Qual’at  cultivan los campos de trigo y cuidan de una modesta almunia con sus huertas, gallinas, corderos, cabras y algunos burros . En esta tierra, las alcuzas guardan aceite de las almazaras de las sierras del norte. No hay, en estos tiempos, lejos del hogar en Granada, nada como el pan  de trigo recién horneado, rociado con ese líquido verdoso que sale de las prensas como esmeraldas derretidas.  Tras el ayuno del día, la colación nocturna se completa con un poco de queso de cabra y aceitunas aliñadas con hierbas aromáticas. Unos pastelillos horneados con pasta de harina de trigo tostada, huevo, canela, piñones y rociados con miel de jara, acabarán de endulzar una cena triste por la ausencia de los seres queridos.

En el pecho, además de la añoranza, guarda una llave de su casa en Granada, aunque algún día, si finalmente caen derrotados, podría perderla por la codicia de los vencedores. Unos presentimientos e incertidumbres que solo se combaten con la fe, la esperanza y, en esta circunstancia, con el aroma de la harina de trigo recién tostada.

La nostalgia y la tristeza le conducen cada noche hasta el borde de la atalaya, ensimismado, mirando a la luna de Granada, intentando adivinar el destino que le deparan las estrellas, su ventura o infortunio, acongojado por la sensación de soledad; de inútil soledad.

Los rayos del sol, filtrados a través de la madera, me hieren los párpados como un hierro caliente y anaranjado. Mi padre ha regresado tras cumplir con su deber. Una noche de correrías, vigilando los caminos, polvorientos y desiertos, a la luz de una luna casi inexistente en busca de un enemigo invisible. El servicio es largo y da tiempo para atrochar campos de rastrojos, cruzar barbechos, pasar un rato escuchando los caños de agua de la fuente a donde acuden por el día las bestias y las mujeres con sus cántaros, a descansar debajo de un algarrobo o acercarse a una distancia prudente al barrio de los gitanos para otear si hay algún movimiento de personas o de animales de carga. Ha dejado el tricornio y el correaje sobre una de las sillas de la salita. En un rato se irá a dormir, pero antes desayuna con mi madre, con mi hermana de cuatro años y conmigo. Hay leche en polvo, achicoria aguada, cola-cao, magdalenas horneadas el día anterior y cantos de pan con aceite de oliva rociados con azúcar. Mi padre dejó su aldea natal, en Alcalá la Real, para ganarse la vida. Es solo un número de la Guardia Civil, aunque quiere ascender a cabo, incluso sueña con los galones de sargento.

Hace cuatro días que voy a la escuela. A pesar del sol, que aún luce alto y espléndido, el verano se ha acabado. Los tres me acompañan hasta la puerta de la casa cuartel para despedirme; empiezo a ir solo. Estoy ansioso por descubrir el mundo. Mis padres me han comprado una cartera de cuero con una hebilla metálica en la que guardo mis cosas; camino orgulloso con mi tesoro: una libreta, un lápiz, la merienda, un tirachinas y un libro sobre las batallas del Cid Campeador que don José, el maestro, me regaló el primer día de escuela como recompensa por saber leer; soy el único de la clase, gracias al empeño y la perseverancia de mi madre.

En la plaza de la iglesia vieja me espera Paco. Es mi mejor amigo. Tenemos que atravesar todo el pueblo. La escuela está en las afueras, a cien metros de las últimas casas de Pedro Martínez, una población del alfoz de Guadix con nombre del conquistador cristiano que refundó la antigua almunia nazarí. En el campo, las totovías juegan al escondite; saltan como resortes de las lindes y los barbechos haciendo pequeños vuelos, llamando la atención, y piando sin ganas, solo para desorientarnos y que no encontremos los nidos; cuando regresemos de la escuela los buscaremos. No los tocamos. Es solo curiosidad, para ver de cerca el tesoro que esconden. A estas alturas ya no se encuentran huevos, quizás algún pajarillo indefenso.

Además de husmear entre los rastrojos y perseguir gorriones junto a los juncales del cauce seco del arroyo, al salir de la escuela hemos trazado un plan para subir hasta lo alto del  Mencal, entrar en lo más recóndito de su interior y buscar el tesoro que le he descrito. A mi amigo no le entusiasma el asunto; tiene miedo a los cementerios y, sobre todo, a los alfanjes de los árabes; cree que nos toparemos con los fantasmas de los esclavos. Le he jurado que los espectros no existen, que solo hallaremos sus esqueletos envueltos en jirones de tela blanca. No sé si le habré tranquilizado aunque, finalmente, ha accedido.  No será difícil encontrar los cofres. Le digo que los he visto en mis sueños como si fueran reales y que guardo en mi memoria el itinerario con precisión.

—Me temo Paco que lo peor será el regreso cargados con el tesoro. Habrá que hacer varios viajes…

—¿Cuántos kilos son cuatro arrobas? —pregunta mi amigo resoplando—. También vamos a necesitar  —insiste nervioso—, una cuerda para regresar, es lo más importante, no vaya a ser que olvides el recorrido y nos perdamos; pero… ¿cuántos  metros  son trescientos codos árabes?

—Bueno Paco, no te preocupes —le contesto mientras mastico con fruición el pan con aceite—, tranquilo, mañana se lo preguntamos a don José.

IMAGEN SUPERIOR: Vista de Pedro Martínez; al fondo, el Cerro Mencal o Montaña del Tránsito

Juan Alcalá Civantos

NOTA.- Dedicado a mi padre, Juan Alcalá Civantos, auténtico al-Qalatí, que este diez de junio de 2020 hubiera cumplido 89 años. El relato se desarrolla en municipio granadino de Pedro Martínez, segundo destino de mi padre tras ingresar en la Guardia Civil. Allí, por aquella zona, y en esos últimos años de la década de los cincuenta del siglo XX, el problema no era, seguramente, controlar a los desafectos, a los elementos sospechosos de animadversión con el régimen, más o menos comunistas, más o menos marxistas, tener a raya a los individuos del barrio gitano o capturar bandoleros y otros necesitados; quizás, como hoy, el auténtico quebradero de cabeza de todo el mundo era ‘buscarse las habichuelas’, valga la expresión sinónima de ganarse la vida en tiempos de ‘cuellos anchos’, por lo holgadas que quedaban las camisas al abrochar el último botón. Como niño, sin enterarme de la complejidad de la vida, me imaginaba como protagonista de increíbles aventuras . Juan Alcalá Civantos, nacido el 10 de junio de 1931 en Alcalá la Real, falleció en Getafe el 12 de octubre de 2016.