—Diga su nombre, dónde nació y haga un relato breve de su vida.

—Me llamo Arcángelo Rafael García y Milhombres. Nací en Getafe, a dos leguas de Madrid, el 24 de octubre de 1871. Soy expósito. Mi madre me abandonó en la puerta de la casa de la serora que limpiaba la iglesia de los Escolapios y de las Ursulinas en la calle Milhombres, de ahí mi último apellido, en la parte trasera del convento de las monjas de ese pueblo. Allí me criaron las religiosas hasta la edad de cinco años, encerrado en un cuarto con un pequeño ventanuco orientado a levante.

Estaba el convento junto al colegio que ellas mismas regían; yo seguía la vida monástica, asistía a los oficios, comía con ellas, de forma adusta, aunque sin pasar necesidad, y pasaba las horas viéndolas rezar y bordar, cazando ratones por los recovecos del edificio en los días lluviosos del otoño  y saliendo al patio en los días de sol para  jugar en los recreos con las niñas que estudiaban allí y que me tomaron de lazarillo como quien adopta a un perro por amigo y sirve, además, para la caza o el paseo. Contrastaba el silencio cenobial, fuera del horario lectivo, con el bullicio y las algarabías femeninas, poco frecuentes durante las clases pero que tendía al frenesí y al acaloramiento en el recreo que se producía antes del ángelus.  Eran, todas, hijas de las mejores familias de Getafe, entre los ocho y los catorce años, preparándose para ser buenas y cristianas madres de familia, según los principios de la Compañía de Jesús, estudiando, la mayor parte del tiempo, religión, costura, bordado, cocina y administración del hogar. Que sepan amar y que sepan ser amadas, pero que, llegado el momento, sin pretendiente honesto que las lleve al altar y compartan una vida de forma cristina, las discípulas, generalmente las menos agraciadas, no en su belleza física sino en el tamaño de la dote, abandonaban las cuestiones de la vida terrenal y las hazanas domésticas para convertirse en novicias y monjas, preparando sus almas para amar solo a Dios, según la regla de la Compañía.

Pie de ilustración original: Colegio de los Escolapios de Getafe (1878). Incorporado a la Universidad Central.

A la edad de seis años, creyó conveniente la priora, una especie de maritornes disfrazada, renombrada en la vida monjil como Úrsula de los Ángeles, gorda y con bigote, más cerca de la monja alférez, siempre lista para el disimulo de mujer, el orden y la batalla contra el pecado, que, de una hermana piadosa, o dispuso —como venía diciendo, perdone las digresiones a causa de lo alterado del ánima—, mi traslado al vecino colegio de los Padres Escolapios, donde educaban a los varones del alfoz. Los curas, como la Guardia Civil y otras instituciones, habilitaron una sección de huérfanos, generalmente destinada a acoger a los hijos de familias pobres y piadosas. En mi caso, gracias a la intercesión de las Ursulinas pude convertirme en interno del colegio religioso. Allí, en un aula de grandes ventanas que daban a los patios traseros, entre la calle Madrid y la calle de Olivares, estudié el catecismo, literatura, geografía e historia, ciencias, latín y griego. Los curas se dedicaban con inusitado ardor, entre sopa y sopa, esclarecidos potajes de lentejas y habichuelas, a enseñar a sus discípulos las lenguas clásicas; la ursulinas, al contrario, no necesitaban, además de las enseñanzas propias de su sexo, su naturaleza y su relación con Dios, las disquisiciones escolásticas de San Agustín, las divertidas fábulas de Esopo, ni tenían cualidades para obtener placer con la lectura de La Guerra de la Galias en el idioma original del emperador romano.

—¿Supo usted algo de sus verdaderos padres?

—De mi padre no, nunca… —mentía, a medias, mientras regresaba a su infancia, solitaria y sin el respaldo de una familia como la del resto de niños—; mi madre, la que me trajo al mundo, se llamaba Magdalena. Durante años fui señalado, no como huérfano, sino como el azofaifa —un apelativo desconcertante relacionado con el nombre de ese arbusto espinoso—, o el hijo de la gran puta Magdalena, secuela de un pecado materno inconfesado, abandonado en la puerta de un convento para no sufrir la vergüenza pública. Era un rumor que circulaba sobre mi madre, aunque nadie se atrevió a contarme la historia de la que todo el mundo cuchicheaba y se reía; era zaherir por zaherir.

Cuando cumplí los dieciséis años, antes de partir de Getafe, me acerqué al convento de las monjas para despedirme de todas, aunque especialmente de Úrsula. Era la única que podía darme alguna referencia de mi origen y la que, a pesar de sus modales bruscos, me había tratado con algo de cariño.

—Mire usted, Madre Superiora, he tomado la decisión de alistarme en el ejército; aunque bachiller, soy hijo de nadie, no tengo tierra que arar ni fortuna que heredar; entre la sotana y la espada he elegido la milicia; y, antes de acometer ese camino, muchas veces de infausto destino, quisiera saber con certeza mi origen. Estoy harto de no saber contestar a mis propias preguntas.

—Ay, hijo del amor hermoso, ¿qué quieres saber? La mujer que atiende nuestro templo y el de los Escolapios te recogió de la puerta de su casa, en la calle Milhombres, la noche del día de San Rafael. Tú no eras el fruto de la pobreza, aunque como expósito, sí eras el resultado de un pecado incómodo, inconfesable. En la cesta, además de tu cuerpecito, finamente vestido y arropado, venía una bolsa con 250 pesetas para que te cuidáramos y una carta que nos dirigía tu madre, una mujer que penaba a causa del imperdonable abandono de su vástago ilegítimo, fruto de una pasión fugaz y prohibida, que rogaba indulgencia por su falta  y me pedía, que el día del bautismo que borra el pecado original, —como criatura del Señor, no tenías culpa del error de tu madre— eligiéramos un nombre cristiano para acompañar al apellido García, que aun siendo real, el mismo de tu padre, no delataría, a fuerza de su abundancia y vulgaridad, la personalidad del militar ni afectaría a su honra de hombre casado y con hijos. No creas que eres un caso especial. España está llena de hospitalillos de beneficencia, inclusas y orfanatos en los que miles de niños como tú se crían en un estado cercano a la esclavitud y que, tras emanciparse, no tienen más remedio que buscar nuevos amos, convertirse en carne de cañón o darse al bandolerismo, el delito, el crimen y la canalla. En España hay más garcías que ventanas. Tu madre se llamaba Magdalena; era viuda, aunque supongo que la mayor parte de la historia la conoces, una hermosa joven de Leganés que se había desposado con un vecino de aquí. Si embargo, a los tres años, el marido falleció a causa de unas terribles y desconocidas fiebres.

Yo estaba sorprendido, llevaba años recibiendo el apelativo de hideputa, hijo de la magdalena o de la gran zorra que bordó el traje de Jesucristo…

—¿Entonces, porqué…? —le pregunté a la monja— ¿No tengo un padre legítimo? ¿Por qué me abandonaron?

—Espero que la historia calme tus dudas, siéntate —me dijo mientras ella hacía lo propio en una banqueta de la cocina del beaterio—. El marido de Magdalena, el pobre hombre, falleció casi dos años antes de que tu llegaras a este mundo. Él no podía ser tu padre. Ante los ojos de Dios, el todopoderoso, el omnipresente que todo lo ve, tu padre, el hombre que te engendró, fue un capitán de Infantería llamado, como ya sabes, García. Según las Ordenanzas Reales, los oficiales y los jefes de las tropas acantonadas en Getafe, a la espera de embarcar en algún convoy de tren, podían alojarse en las casas de los vecinos de Getafe que pudieran elegir en función de su rango. Se trataba de una servidumbre que procuraba roces, conflictos y que, las más de las veces, no atiende a la moral más cristiana ni a la situación de las familias afectadas; ni siquiera las casas de viudas solitarias o familias con hijas casaderas estaban exentas de acoger a hombres extraños. Tu madre vivía en una casa pequeña, y aquel año tuvo que hospedar a un solo militar, un joven y apuesto capitán de Infantería que iba a luchar a la Guerra de Cuba contra los filibusteros. El caso es que, tras esfumarse las estrellas de aquel apuesto galán, la joven viuda desapareció de Getafe durante algunos meses. Pero la noticia del expósito, el tiempo que había permanecido ausente y los mecanismos subterráneos y eficaces del cotilleo social, llevaron al conocimiento general y al sucio rumor de la historia entre la hilandera y el capitán. Yo conocía perfectamente la historia. Ella misma me la confesó. Cualquiera que hubiera revisado la cesta de mimbre en la que te trajeron al convento, hubiera adivinado el nombre de su remitente. Lo delataba la manufactura de las telas que te envolvían. Tu madre era una gran bordadora; sus tules y velos para mantillas eran famosos en las tiendas de encajes de la Plaza Mayor de Madrid donde se vendían, haciendo gala del prestigio artesano conseguido, como hechos en Getafe. Todos los martes se dirigía desde la Plaza de la Feria hasta la estación corta para viajar a la capital con su maleta de jerga llena de preciosas y sutiles mercancías en el tren de las diez y cuarto y regresaba en el que salía de la estación de Mediodía a las 13,25 horas.   

—Perdone Madre, pero habla usted en pasado. Ha dicho que mi madre era, que mi madre hacía…

— La monja, a pesar de su aspecto osco y de su reciedumbre, empezó a llorar; las lágrimas surgían de aquellos ojos terribles, saltones, enrojecidos, resbalando por sus mejillas como un río incontenible y bravo.

—Al cabo de un año, después de abandonarte, tu madre enfermó. De pena, creo yo —dijo una Úrsula arrugada, ahogada en un mar de lágrimas, sollozando y dando respingos, mientras se secaba con un pañuelo de hilo bordado las lágrimas y los mocos. Primero empezó a demacrarse, adelgazando de una manera enfermiza. Apenas duró dos meses. Antes de abandonar este mundo, me confesó la historia y su dolor.

—No sé qué decir. Me hubiera gustado… abrazarla, no sé si llamarla madre… bueno haber podido hablar con ella. 

—Arcángelo, tengo que contarte algo más, mi pequeño y terrible secreto, algo que desconoces pero que llegado este momento deberías saber. Magdalena era mi hermana, mi hermanastra para decirlo bien. Solo nosotras dos, y mis hermanas en religión, conocíamos esa relación. No nos parecíamos físicamente; ella era hija de mi padre que entonces ejercía como cabo de la Guardia Civil y de otra mujer; era una hija bastarda pero que no fue abandonada. Al morir su madre, a una edad muy temprana, vino a vivir con nosotros, siendo al final adoptada, aunque todos en la casa cuartel la tomaron por una criada. Ella, con más cualidades a la vista de los hombres, acabó casada con un comerciante de zapatos de Getafe y yo, digamos que poco agraciada, fea, como engendrada por el mismo demonio, acabé sirviendo a Dios, también en Getafe.

—Miré a la monja; seguía consternada, llorando entre hipo e hipo…  —Entonces, —le dije sorprendiéndome a mí mismo— usted, ¿usted, es mi tía carnal?

—Sí hijo, —se levantó y, mientras yo seguía sentado, aturdido, me abrazó apretándome contra su regazo. Las lágrimas me caían en la cabeza como una catarata, como en una triste ceremonia de confirmación. —Espera aquí un momento—, me dijo antes de dirigirse hacia la zona donde se situaban las celdas de las monjas.

Cuando regresó, traía en su mano una bolsa de cuero y una cadena con una pequeña medalla con la imagen de la Inmaculada Concepción.

—Esta bolsa contiene las 250 pesetas que tu madre dejó para tu cuidado. No hemos gastado ni una sola, porque así lo decidimos entre todas las monjas que sabían de nuestra condición y mi pesar. Guardaríamos el dinero para cuando fuera necesario. Y ahora es el momento. Esta medalla es un obsequio de tu tía. La Virgen María, inmaculada y purísima, fue concebida sin pecado original, preservada sin hoya para ser la madre de Dios. Además de protectora de los tercios españoles, quiera Dios que te valga de consuelo en ausencia de tu madre y en recuerdo de tu tía.

Ese mismo año, en 1887, me alisté como voluntario en el Regimiento de Infantería Isabel II, acantonado en los cuarteles de Leganés que habían acogido a las míticas Guardias Valonas, un moderno edificio diseñado el siglo anterior por el arquitecto y militar Francisco Sabatini. Gracias a los estudios y a mis conocimientos, al poco tiempo, ascendí a cabo; y hubiera sido sargento rápidamente si me hubiera precedido la hidalguía o la fortuna familiar. La vida empezaba a sonreírme. Atrás quedaban largos años de soledad y de tristeza.

Con el tiempo, y sintiéndome fuerte, con soldada y pensión, conocí una mujer. Una preciosa y joven mujer que sería mi delicia y, por desgracia, mi perdición. Catalina. 

—Vale. Ya está bien —dijo el juez—, no es preciso que siga. Ya nos hemos hecho una idea de sus primeros años de vida. Siéntese. Señor escribano, lea por favor el atestado de la Guardia Civil de Leganés sobre el suceso que nos ocupa.

 

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NOTA AL TEXTO. Capítulo de mi novela La guerra alegre, aún inédita. 

Vista de Getafe (1878). Dibujo de Aimat

IMÁGENES: Grabados de Sierra con dibujos de  Amat publicados en La Academia. Revista de cultura hispano portuguesa, latino-americana. Tomo IV. Número 7. 23 de agosto de 1878. La superior está tintada con acuarelas y la fotografía está tomada en el despacho del que fue notario de Getafe D. Eduardo Torralba.